¿Desamparados?
especiales
Como respuesta, a veces es la ira, a veces el dejar hacer, pero al gato no acaba de ponérsele su cascabel.
El amable chofer que hoy me dio botella venía contando de su disgusto y, al mismo tiempo, desolación, por lo que le acababa de ocurrir en la farmacia.
Había ido en busca de un medicamento «porque estaba rabiando del dolor en la pierna», y la persona que le atendió tras el mostrador le dijo que no, que no había, pero que la otra dependienta sí podía resolverle.
El hombre se vio precisado a comprar «por la izquierda» la dichosa medicina, pero me comentaba cuánta furia sintió al hacerlo. Dice que él sabía que estaba muy mal, que no debía haberlo hecho, porque era indignante hacerse cómplice de un proceder tan malsano.
«¿Cómo tú vas a negociar con la salud de la gente, chica?», apuntaba mientras las orejas se le ponían rojas, no sé si de rabia o de vergüenza por haber sido cómplice de tal mezquindad.
Mientras frenaba en seco ante una luz roja, que casi no advirtió por lo imbuido que andaba en tales vapores, el chofer se preguntaba y respondía él mismo: «¿Es que en esa farmacia no hay un administrador que se dé cuenta de que están robando al descaro las medicinas?, ¿o es que el propio administrador anda también en la jugada?
«En cualquiera de los dos casos, ¿para qué iba a quejarme o a denunciar el asunto, la corrupción?, si, en definitiva, al administrador no le importaba o le importaba demasiado porque su bolsillo se estaba beneficiando. Lo único que iba a conseguir yo era pasar un disgusto y quedarme sin el medicamento. De todas formas, al rato, otra persona iba a llegar y lo iba a comprar.
«Y todo está igual —me decía, mientras chirriaba gomas furibundo, quizás a modo de desahogar tensiones, pero a riesgo de acabar con nuestras vidas—. Mire, el otro día fui a comprar carne de puerco, y cuando llegué a mi casa y la pesé en una pesa que yo tengo, le faltaban dos libras.
«Viré, se lo dije al tipo, y con tremenda cara de inocente me contestó que no se había dado cuenta. Así de sencillo. Pero nunca se equivocan dándote de más en el peso o en el vuelto; eso sí que no».
Refirió que tampoco en esa oportunidad se quejó, «porque era buscarse un lío, y ya uno tiene bastante con sus problemas para comprarse otro más».
Que levante la mano el cubano de a pie que no ha chocado con una situación similar a las descritas. O con otra aún peor.
Es cierto que se ve a los inspectores por la calle, se hacen auditorías y son insistentes las apelaciones a aumentar controles y enfrentar la corrupción. A ello llaman en reuniones de trabajo, por los medios de comunicación o por otras vías, más o menos persuasivas.
Se habla de atención al cliente, de buzón de quejas, pero, en la práctica, la desprotección continúa, acompañada a veces por conductas muy deshumanizadas, como la narrada por el chofer que da inicio a este texto.
Pero ¿están todos los directivos, en todas las instancias, empeñados realmente en hacer bien las cosas?, ¿los incentivos que para eso tienen están en verdad funcionando?, ¿los trabajadores —juez y parte, porque en una oportunidad ofrecen y en otra reciben servicios— se encuentran a ciencia cierta persuadidos de la urgencia de arreglar estos entuertos?, ¿son eficaces los ejemplos que reciben, los argumentos a su disposición?
¿A dónde fue a parar aquella máxima de «pobre, pero honrado», repetida con orgullo por abuelos y bisabuelos? ¿Cuáles vientos la han desdibujado y por qué?
Son preguntas que no pueden responderse a vuelapluma. Corresponde a sociólogos, economistas, parlamentarios… llegar al meollo de la cuestión de la mano de las ciencias sociales.
¿No somos acaso un país de hombres de ciencia? Pues que sean estas las que sirvan de brújula para desentrañar tan importantes cuestiones, hacer públicas las razones encontradas, y ayudar, debate ciudadano mediante, a diseñar y poner en marcha estrategias que favorezcan a todos y eviten al chofer protagonista de esta historia un accidente o un infarto por tanto estrés.
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