Dos tencas y una historia
especiales

Entre las mejores cosas que tiene la prensa digital está la rápida interacción con los lectores. Esa riqueza y variedad contenida en los comentarios que de inmediato llegan al redactor no puede disfrutarla quien solo publica en medios impresos.
Me dan la razón en ese sentido las reacciones derivadas del texto de mi autoría “La generación postnaylito”, recién publicado en este portal. Mucha alegría me causó saber que, de una u otra manera, con risas o lágrimas, el trabajo no dejó impertérritos a sus destinatarios, quienes así lo hicieron saber en sus numerosos comentarios. Y hasta debates se hicieron en alguna que otra aula, así al menos me lo hizo saber una pariente.
Son esas opiniones las que me han motivado a volver sobre el tema del período especial porque nunca resultarán sobrantes las líneas que traten sobre cómo vivimos aquellos años los cubanos, y porque sigue quedando pendiente ese monumento a la entereza de este pueblo durante aquella etapa.
En una guía de estudio para los Exámenes de Ingreso a la universidad, leí cómo los muchachos se estudiaban, memorizando con guioncitos y numeritos, las causas y consecuencias del periodo especial. Igual, se aprendían de memoria, como si fueran fórmulas de Física, tres ejemplos que evidenciaban la resistencia de los ciudadanos.
No. No es de memoria como se entiende y aprende la historia. No es apelando a recursos mnemotécnicos que puede hablarse de unidad y solidaridad, porque eso fue lo que primó, como tendencia, en aquellos duros años.
Que los más nuevos, y los no tan nuevos, conozcan o recuerden cómo los cubanos nos crecimos entonces y nos dimos fuerte la mano, me parece muy importante ahora, cuando diferencias y desigualdades –algunas justificadas y lógicas, otras no- a veces tiran del cordón del egoísmo, la desunión y otros males.
Por eso evoco hoy una vivencia que a propósito del texto de marras me contara alguien muy cercano:
Una minipresa de una provincia central se había llenado de tencas que devoraban los alevines y decidieron secarla para acabar con las devoradoras. Los pobladores enterados del movimiento, comenzaron a rodear el ojo de agua armados de sacos, jabas, palanganas, mochilas y otros más originales depósitos.
El cerco, sobre todo formado por hombres, hacía recordar a cazadores primitivos listos a saltar sobre la presa. Con atención y prestos al asalto, seguían litro a litro cómo iba bajando el nivel del agua.
Y cuando apenas quedaban pocas cuartas de un líquido fangoso, los cazadores se lanzaron a apresar las tencas vivas que coleteaban sobre el lodo. Los zapatos se hundían, el fango alcanzaba las pantorrillas, los brazos se hundían hasta el codo en la sucia jalea intentando el difícil abrazo a la resbalosa piel de los pescados que se escabullían y coleteaban salpicando a todos.
Pero nadie se amilanaba. Los melindres no tenían cabida cuando el alimento de la familia estaba en juego. Y así era. Empatarse con una tenca, aunque fuera una tenquita, en medio del período especial, era como el premio del mamut para los del paleolítico.
No exagero. Alimentarse y asearse fueron de los retos más difíciles en aquella etapa. Supe de una recién parida que se enganchaba su bata de maternidad, sacaba lo que le quedaba de barriga después del alumbramiento, y, dejando al crío al cuidado de la familia, iba a reclamar su “derecho de embarazada” en cualquier cola para comprar algo de comer, panetelitas, galletas, huevos, cualquier cosa que llevar a casa y le permitiera alimentarse para luego dar de lactar al bebé.
Por eso, los cazadores de tencas no cejaban, y aquel que logró capturar dos las llevó en triunfo al hogar y allí fue recibido como todo un héroe, entre aplausos y vivas –que no urras, nunca más.
Cuenta el triunfador que, como no había electricidad y por tanto el refrigerador era solo objeto decorativo, optaron por salar ambos bichos –remedio de bacalao. A tan importante decisión se llegó por consenso luego de escuchar el parecer del abuelo, de la suegra, la esposa, y de los vecinos, quienes al escuchar el alboroto y los aplausos habían ido llegando y contemplaban con admiración y apetito los dos trofeos de caza.
La salación –el salar las tencas- fue un período de varios días en los que el jefe de familia, después de limpiar a la perfección los animales y cubrirlos de sal, los sacaba al portal ensartados en cordeles para que el tiempo ¿el sol, el aire? se encargaran de curar la carne.
Los pescados se pasaban todo el día, hasta que caía la tarde, en el portal, a la vista y alcance de todo el que pasara, pero no había nadie que se le ocurriera ni acercarse con malas intenciones porque se montaba una guardia rotativa por la familia y los vecinos.
A mi pregunta de ¿Y los gatos?, el narrador-protagonista me contestó con otra pregunta acompañada de una malévola y ambigua sonrisa: ¿Qué gatos, mi’ja? A buen hambre y entendedor…
En las noches, las dos tencas en proceso de salarse, se colgaban en medio de la sala, y bajo ellas, en medio del apagón que no tenía para cuándo acabar, se tumbaban el padre con los hijos chiquitos a jugar a la playa. El olorcillo a salitre y pescado ponía su buena parte en la fantasía.
Cuando finalmente las tencas estuvieron a punto, fue fiesta para todos. Ese día, un bulto de vecinos tuvo garantizado el almuerzo, y después, cada vez que la familia decidía hacer algún preparado con el pescado salado, siempre contaban entre los comensales a los hijos de la familia de al lado, a la niña de la de enfrente, a la abuela del tercer piso, solita en alma vadeando el temporal, y a cualquier otro que a última hora se quejara de no tener que echar al caldero ese día.
Como es de suponer, duró más el proceso de salación que lo que duraron las dos tencas ya listas para consumir. Pero fue una construcción tan colectiva y bonita en medio de la tragedia, que todavía perdura en el recuerdo de los vecinos y en medio de una partida de dominó sale a veces el cuento de las guardias rotativas y las sopas de tenca compartidas.
Si es un joven advenedizo al que llaman para completar la mesa de dominó, a veces arruga la nariz como con asco cuando empiezan los Juan Candela de aquellos años a hacer el cuento de las tencas. Ellos ignoran el gesto.
Pero la vez en que uno de esos recién llegados empezó a burlarse de lo que contaban, ese día… la partida por poquito queda inconclusa. Hay cuestiones que hay que respetar y hasta quitarse el sombrero, aunque a simple vista parezca que solo se habla de dos malolientes tencas saladas.











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