Juan Pablo II en Cuba: obligado recuento
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Cuando Juan Pablo II falleció, siete años después de su visita a Cuba, monseñor Luigi Bonazzi, entonces nuncio apostólico aquí, ratificó la profunda impresión que nuestro pueblo dejó en el extinto Papa durante aquella estancia de 1998, y el especial amor que le unió con los de esta tierra desde ese momento.
Como amigo, el pueblo cubano le daba, en mayo de 2005, el postrer adiós con tres días de duelo oficial y los mensajes de condolencia dejados en el libro que se abrió en la capital tras su muerte, donde los primeros en estampar sus rúbricas fueron Fidel y Raúl. «Descansa en paz, infatigable batallador por la amistad entre los pueblos», escribió entonces el Comandante en Jefe.
Como el caballero que siempre ha sido, el líder histórico de la Revolución había sido inigualable anfitrión de Juan Pablo II entre los días 21 y 25 de enero de 1998. De estricta etiqueta, amable y solícito ante el evidente deterioro de salud que sufría ya el Papa, le recibió y le despidió al pie de la escalerilla del avión que condujo al Sumo Pontífice a Cuba.
También estuvo presente en algunas de las más importantes actividades de la amplia agenda desplegada aquí por Su Santidad: durante su encuentro con personalidades de la cultura cubana, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana; en la misa celebrada en la capital y, desde luego, durante la reunión privada de ambas relevantes figuras de la política internacional, en la sede del Consejo de Estado, donde Fidel lo recibió en visita de cortesía al día siguiente de su arribo.
Como él, el pueblo cubano dio muestras del respeto a la diversidad de credos, y de la cultura que ha caracterizado a nuestro proyecto social. Creyentes y no creyentes se juntaron en los principales actos, litúrgicos o no, del programa cumplimentado por el Papa, que halló en Cuba calidez y admiración.
En largas filas se apostó en las inmediaciones del aeropuerto y en el tramo que recorrió el Sumo Pontífice a su llegada, el día 21, para darle respetuosa y cálida bienvenida, algo que el visitante notaría apenas besó tierra cubana: «(…) agradezco de corazón esta calurosa acogida con la que se inicia mi visita pastoral (…), dijo desde la losa del aeropuerto internacional José Martí.
Lo mismo ocurriría durante las misas oficiadas en un trayecto por la Isla que lo llevó a Villa Clara, Camagüey y Santiago de Cuba, y que culminarían con la del domingo 25 de enero en la emblemática Plaza de la Revolución. Salvaguardados todos por la imponente imagen de Martí, el Papa Juan Pablo II rezó el Ángelus ante miles de cubanos aglomerados para participar en la ceremonia.
Se disipaban así como pompas de jabón las especulaciones agoreras de los enemigos de la Revolución, que auguraban otros resultados a la visita. Si bien ya Cuba había atravesado, resistente, lo más duro del llamado período especial, no pocos apostaban aún a la reversión de nuestro socialismo: una vana ilusión encendida en aquellos desde la caída del Muro de Berlín.
Pero los desmintió la voluntad de Juan Pablo II, que dio otra muestra de su amor por las causas justas con su visita. No podía ser de otra manera tratándose de un hombre que durante su ejecutoria como máxima autoridad de la Iglesia Católica se pronunció siempre por la paz, contra la desigualdad social y por una mejor distribución de las riquezas.
Aquí pudo conocer, de primera mano, los esfuerzos del Estado cubano desde 1959 contra la exclusión que él tanto había criticado en sus giras por lejanas tierras.
Llamado también por algunos, en atención a sus intensos periplos, como «el Papa viajero», Juan Pablo llegó a Cuba luego de haber realizado unos 170 viajes que incluyeron a distintas ciudades de Italia —donde está enclavado el Estado Vaticano— y a países de todos los continentes.
Exitosa desde todo punto de vista, la estancia en Cuba del Papa Juan Pablo II animó las relaciones entre nuestro Estado y la Santa Sede, que se mantienen ininterrumpidamente desde 1935.
Inolvidables para quienes las vivimos, aquellas jornadas son punto de referencia obligada cuando Cuba se dispone a recibir, con igual respeto y afecto, a su Santidad Benedicto XVI.
Fuente: Juventud Rebelde
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