MIRAR(NOS): Antes de escribir a la cigüeña

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MIRAR(NOS): Antes de escribir a la cigüeña
Fecha de publicación: 
28 Agosto 2015
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Lo que sigue no lo lea, yo lo leeré por usted.

 

De visita por mi ciudad natal he encontrado, para mi asombro injustificado, que casi todas mis condiscípulas han cambiado sus nombres para una persona en el mundo.

 

Ahora suelen recorrer las calles, que antaño caminábamos juntas, empujando cochecitos y, sin pudor alguno, respondiendo a las apremiantes urgencias nutritivas de sus hijos, que implican siempre mostrar una de sus partes íntimas.

 

En su mayoría han vuelto a hacer la incómoda pregunta: «¿Y tú, Lissy, cuándo le escribes a la cigüeña?»

 

Periodista como creo ser (tengo un título que me avala como tal), para ustedes he adornado un poco su interrogante. La capacidad de respuesta rápida que también me ha dado este oficio ha preelaborado, acaso sin mucho pensarlo, una respuesta para todas mis amigas.

 

Mi sueño habanero, el trabajo y con antelación, los estudios universitarios, han aplazado mi anhelo de concepción. No obstante, ahora que escribo esto, me doy cuenta de que es un deseo recurrente, llamado por los especialistas instinto maternal y que veo en mí, de maneras más perceptibles, cuando cerca pasa un niño.

 

Hace poco tengo un vecinito de dos años. Su madre pasa de los 40 y me ha confesado que su llegada fue completamente inesperada. Imaginen su cara de asombro cuando el médico confirmó, sin posibilidades de réplica, que su fibroma, aquel que ella creía, tenía ya cinco meses de edad.

 

Uff, piensen por un segundo en la cara de esta madre, cuyo hijo menor ya pasaba de los 20. Como dije anteriormente, el fibroma ya tiene prácticamente 24 meses, defiende sus criterios con la sabiduría que ha ido adquiriendo y solicita convincentemente que le dejen jugar dominó con los adultos.

 

Como saben quienes no son nuevos en la columna, y los que no lo saben, ahora se enterarán, tengo 25 años. Hasta donde sé, igualmente poseo aptitudes físicas y mentales para la reproducción. También tengo a mi favor un portador de cromosomas XY. Pero algo en lo más hondo me mantiene alerta.

 

No voy a referirme a los precios de los benditos pañales desechables, porque esta no es una columna económica. Tampoco tengo previsto comentarles sobre las malangas, llamémoslas «tan escasas» como el bálsamo ruso (aunque internamente usted sepa que no es eso lo que pasa con ellas).

 

Resulta que me parece harto complicado tener la custodia 24 x 24 de alguien que dependerá de mí, siempre (que es el término más eterno que conozco), hasta el fin de mis días.

 

Permítanme aclarar que no exijo decretos que regulen vacaciones para las madres. Aunque de sobra sé que vienen como un plus las ausencias justificadas, pero si solo eso comprendieron, no he sabido explicarme.

 

Me pone un poco nerviosa el asunto, por eso me ando con ambages antes de llegar al meollo de la cuestión.

 

Simplemente, necesito un manual de funcionamiento de bebés, como los que traen los equipos electrodomésticos. El sello de garantía no es preciso. Pero el modo de empleo, al menos lo requiero de forma verbal.

 

Por suerte, mi madrecita del alma querida está dispuesta a pasarme el contenido que atesora en su flash memory, aunque de antemano me aclara que no nació sabiendo. Simplemente, fue haciéndose experta cuidadora en la medida en que yo la iba necesitando.

 

Así, me ha contado que mi primera sopa fue realizada con los preceptos enunciados en la canción de la hormiguita retozona. Quienes recuerden la letra, comprenderán que no tomé sopa, sino una espléndida papilla que explicó a mi progenitora que antes debía ablandar las viandas.

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