Los minutos épicos de mamá
especiales
Ahí está la foto para testimoniarlo. Ocurrió cuando el terremoto de Turquía. Los rescatistas habían acudido a su hogar en ruinas, pero ya era tarde, la casa le había caído sobre la espalda y el cuello. Sin embargo, a uno de ellos le llamó la atención la extraña postura en que aquella mujer había abandonado este mundo.
Estaba sobre sus rodillas, con el rostro hacia el suelo y el cuerpo inclinado hacia adelante, como protegiendo algo.
Ya seguían de largo para continuar salvando vidas, cuando uno de ellos decidió, quién sabe por qué, retroceder junto al cuerpo de la mujer y revisar bajo él.
Rasmila y su bebé, rescatado entre los escombros 22 horas después
El aviso conmocionó a todos: "¡Un niño! ¡Hay un niño aquí!”. Envuelto en una frazada floreada, un crío de tres meses alentaba debajo del cuerpo de la madre, que había decidido proteger a su hijo con lo que le quedaba de vida.
Al abrir la frazada, encontraron dentro un teléfono celular. En la pantalla titilaba un mensaje: "Si puedes sobrevivir, tienes que recordar que te amo".
Y si aquel suceso conmocionó entonces a más de uno, este abril, la tierra de Nepal, azolada por el terrible terremoto de 7,8 grados, también conoció de otro episodio que tuvo como protagonista a la maternidad.
No sería desatinado asegurar que Rasmila Awal vio nacer dos veces a su bebé Sonit. La primera, fue hace cinco meses, cuando lo trajo al mundo; la segunda, cuando luego de 22 horas de permanecer el niño rodeado de escombros, logró volver a tenerlo sonriendo entre sus brazos.
Cuando el sismo hizo estremecer hasta sus entrañas a la ciudad de Bhaktapur, Nepal, el niño dormía solo en el cuarto de arriba y allí lo sorprendió. Sus padres y su hermana de diez años, no estaban dentro de la vivienda en ese instante.
Según contó la madre a Daily Mail, el bebé logró salvarse porque cuando las paredes de la casa cedieron, estas quedaron apoyadas en un armario que sirvió de protección a la cuna, manteniéndola a salvo del desastre, como en una burbuja.
El recuerdo de esas 22 horas en que Rasmila estuvo separada de su niño por una montaña de escombros y ruinas, escuchando su llanto sin poder alcanzarlo, llamándole, la acompañará para siempre como el más amargo. Felizmente, tuvo colofón casi de milagro.
Ambos episodios podrían bastar para, sin más, rendir homenaje a las madres por su Día. Pero, a pesar de la contundencia de esas historias, quedaría a medias el tributo. Porque aunque no aparezcan en los titulares, una multitud de madres anónimas enfrentan, enfrentamos, cada día al menos un par de minutos épicos, y creo me quedo corta con la ración de heroísmo.
Tan solo en este pedazo caribeño -donde por suerte y cruzando los dedos no nos ha alcanzado la rabia de grandes terremotos, tsunamis u otras desgracias de orden apocalíptico-, merece reverencia igual la madre cuyo hijo partió a vérselas cara a cara con el ébola que aquella otra primeriza que se espanta y le tiembla la mano al proponerse bañar por primera vez a su bebito.
Es igual de épica la espera de la madre que desde el balcón ya quiere ver retornar de la fiesta al hijo adolescente, la expectativa de aquella otra que mientras el hijo hace los exámenes de ingreso se aventura sin que él la vea hasta la esquina de la escuela para oír los comentarios de los primeros que salen y, sabiendo ya que “está suave” o que “es un chícharo”, regresa rápida a casa con el corazón de todas maneras en un hilo.
Memorables son los minutos que se toma la mamá de la muchacha antes de decirle que sí, que se quede a dormir por primera vez en casa del novio; también aquellos otros en que la madre soltera y sola-solita descubre que los tenis comprados al niño hace 25 días necesitan ya un reemplazo. Igual en alguna antología deberían quedar aquellos minutos en que la madre anciana cae en la cuenta de que, definitivamente, el hijo se olvidó de su cumpleaños, y aun así le justifica: “el pobrecito, está tan agobiado con el trabajo ese.”
La lista podría ser tan infinita, tan dramática, intensa o feliz, como madres hay. Pero mejor dejar que cada madre que lee estas líneas la recomponga con sus propias experiencias. Y mejor si también lo hacen el padre, los abuelos, y en especial los hijos. Porque entonces tendrían aún más motivos, aunque solo sean un par de esos minutos épicos, para felicitar en este día.
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