Eduardo Heras León: nueve décimos bajo el agua

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Eduardo Heras León: nueve décimos bajo el agua
Fecha de publicación: 
21 Enero 2015
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Desde la infancia aprendió a amar la poesía de Bécquer, Darío y José Martí. Con nueve años ya escribía “versitos” y todavía recuerda aquel día en que le prometió a su padre -ante la inminencia de la muerte- que se convertiría en escritor. Han pasado los años. Más de sesenta, para ser exactos. Pero Eduardo Heras León mantiene la fe en la escritura, en esa vocación que ha tejido a través del tiempo.

De todas sus profesiones -narrador, editor, crítico, maestro- prefiere la que lo sitúa en líneas constantes de aprendizaje; es por eso que no abandona su trabajo como profesor, una práctica que ha nutrido sus pactos con la literatura.

“Yo soy un escritor vivencial, quien lee mis cuentos, lee mi vida”, me dice a pocos días de que un jurado le otorgara en La Habana el Premio Nacional de Literatura 2014.

“He estado nominado en varias ocasiones al Premio. Pasa el tiempo y uno se despreocupa un poco. Sabía que iba a ser difícil. Los otros compañeros tienen una obra importante y se lo merecen también. Pienso que es un hermoso reconocimiento. Quiere decir que no estoy solo y que la gente me quiere un poquito”.

Tal vez ese sea el principio.

Pero sabemos que el iceberg existe (y por tanto -lo aprendimos de Hemingway- en esta historia hay nueve décimos bajo el agua por cada parte visible).

El iceberg

“Yo he sido un fanático de Hemingway. Me ha influido sobre todo desde el punto de vista técnico. Entre los escritores cubanos que me han marcado está Alejo Carpentier, no porque mi estilo se parezca al de él sino por su enorme cultura literaria y las maravillosas novelas que escribió; también Lino Novás Calvo, quien me dio clases de francés en la Escuela Normal cuando yo estudiaba magisterio. Soy un ferviente lector de la poesía de Nicolás Guillén y Emilio Ballagas. Pienso que ellos no me han abandonado nunca”.

De la mano de Carlos Fernández Cabrera descubrió la obra de Faulkner, Mann y Dostoievski. De la escuela de periodismo recuerda con especial nostalgia aquel grupo de amigos conformado por Germán Piniella, Rogelio Moya y Renato Recio.

“Teníamos un grupo literario que recibió una gran influencia de Onelio Jorge Cardoso. Con los jóvenes siempre fue un hombre muy generoso. Nos dio confianza. Lo admirábamos mucho y nos demostró su inmensa sencillez. Esa influencia estuvo marcada, más que por su estilo, por su actitud ante la literatura, por esa ética que lo acompañó siempre ante el acto de la escritura”.

El dato escondido

En él se agolpan demasiadas imágenes de los años de su infancia, cuando resistió la miseria como vendedor de periódicos y limpiabotas. Luego regresa a su memoria aquel joven que ingresó en la Escuela Normal para Maestros de La Habana y que en el año de su graduación no tramitó su título en señal de protesta contra la dictadura de Fulgencio Batista. El mismo que estuvo después en el ejército y luego comenzó a estudiar en la escuela de periodismo.

De toda su obra narrativa, prefiere Los pasos en la hierba, su segundo libro -que resultó mención única en el Premio Casa de las Américas 1970-, el más polémico de cuantos ha escrito al situarse en uno de los puntos álgidos del denominado “quinquenio gris”.

“He sido un escritor de un realismo crítico. Me cuesta decirlo pero hoy en día ese libro es  un clásico de la narrativa cubana de la Revolución. Me permitió estar en un grupo de jóvenes que cambiamos un poco la narrativa cubana en los 60, aquella narrativa de la violencia que tuvo después tantos seguidores. Me siento casi como el único sobreviviente de ese grupo de escritores”.

En medio de tantos recuerdos, agradece a los amigos y los libros que lo han acompañado durante los momentos más difíciles -sobre todo en los años de un período nefasto de la historia cultural del país en que el dogmatismo y la intolerancia marcaron su destierro hacia la fábrica Vanguardia Socialista, fundición y forja de acero. Allí conoció el hierro caliente y trabajó entre hornos a 1 200 grados.

“Esos tiempos pasaron”, asegura.

“Sobre todo, debo esa capacidad de resistencia a los amigos que no me abandonaron y me dieron fuerzas. Debo mucho a ese amor. Aprendí que es necesario escribir, ser constante, con vocación, y amar la literatura con pasión, como yo lo hago. Eso te ayuda vivir”.

Uno pasa tiempos estériles, de vacío, nos revela. Regresa entonces a su cabeza, aquel día del año 1992.

“Tuve un momento en la década del 90 en que dejé de escribir. Fue José Saramago quien me sacó de ese marasmo. Llegó a Cuba como jurado del Premio Casa y recuerdo que yo estaba muy triste. Me preguntó qué sucedía. Yo le comenté que no podía escribir. Eduardo, -me dijo- estuve 25 años sin escribir después de mi segundo libro y en cinco años he escrito hasta diez novelas. No importa si vas a dejar de escribir un año, dos o diez, pero vas a volver a escribir si eres un verdadero escritor”.

La camada

Más allá de los placeres que encuentra en la literatura, Eduardo Heras, ante todo, es maestro. “Me gusta enseñar, me siento muy bien porque no solo se trata de dar sino también de recibir. El magisterio es sagrado, cuando deje de escribir seguiré siendo maestro. No me concibo sin un aula”.

No en vano, el intelectual cubano Lisandro Otero bromeaba diciéndole que estaba preparando a “la competencia”.

(Pensemos entonces en aquel curso de técnicas narrativas que inició el programa televisivo Universidad para Todos, donde apareció un día con sus relecturas de Cortázar y Quiroga. Hoy su labor docente continúa desde las aulas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, institución que fundó hace más de 15 años).

“Por las aulas del Centro Onelio han pasado más de 900 jóvenes. Somos una gran familia que cubre el territorio nacional. Pienso que hemos cambiado la cartografía de nuestra literatura. Antes Cuba era solo un país de poetas, ahora es de poetas y narradores”.

Confiesa que ha dejado de escribir libros pero que su felicidad llega por caminos equivalentes. “Me siento muy feliz cuando ellos publican su obra porque me veo reflejado en lo que hacen”.

Ahora está enfrascado en un cuento largo.

Su vida se divide en dos grandes núcleos. Enseñar. Escribir.

La caja china

“Uno de los consuelos de la literatura es crear mundos en los cuales tratamos de subvertir el orden que vivimos diariamente. Uno siempre comete herejías porque el escritor, cuando crea ficción, miente. Vargas Llosa ha dicho que escribimos la verdad de las mentiras. Cuando uno hace ficción refleja una vida con cierto parecido a lo real pero con elementos añadidos. Eso nos hace revelarnos un poco contra las estrecheces y las mediocridades del mundo real. En la ficción tratamos de superar esa vida tan vacía”.

Preguntamos también sobre los rituales de la escritura. Cómo se echa a andar la maquinaria. Cómo se componen las capas. Qué hay dentro de cada caja.

“He cambiado con los años. Cuando comencé a escribir sabía cómo terminaba el cuento y tenía una idea de cómo comenzar, pero no sabía lo que pasaba en el medio. Iba creando los personajes, a veces se me iban de las manos y actuaban por su cuenta. Tenía que llevarlos al final que había concebido. Ahora busco quién me va narrar, en qué tiempo lo voy a contar y en qué nivel de realidad”.

Cuando se sienta a escribir el cuanto sale de un tirón, y aunque es un escritor fundamentalmente realista -nos comenta–, últimamente se está moviendo hacia la zona de lo fantástico.

Lo principal sigue siendo lo que se hilvana más allá de la escritura.

“Un verdadero escritor tiene una actitud ética ante la vida. Amas lo que hay que amar, odias lo que hay que odiar y respetas lo que hay que respetar. Ese sentido ético se refleja en que uno lucha a través de su obra por mejorar la vida del hombre, uno intenta abrir los horizontes y ensanchar su visión del mundo. Yo, por mi parte, necesito escribir para demostrar que sigo vivo. Y voy a seguir escribiendo. Soy mayor pero tengo mucho entusiasmo todavía”, me dice.

Tal vez ese sea el final. Pero sabemos que el iceberg existe.

En esta historia es esencial cada filo del iceberg.

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