Un extraño suceso ocurrido en Coppelia
especiales
(Fotos del autor hechas con un celular)
Recientemente fui testigo de un extraño suceso acaecido en la heladería Coppelia, en La Habana. Por supuesto, lo ocurrido nada tiene que ver ni con las medias bolas ni con los clientes VIP que trafican tinas en mochilas. Eso, ya se sabe, no es noticia.
Lo ocurrido tiene que ver con el maltrato. ¡Vaya, periodista —dirán ustedes—, invéntese otro cuento, que el maltrato es el pan nuestro de la gastronomía! Y no es menos cierto, pero esta es la historia de alguien que reaccionó contra ese mal que los cubanos, de tan común, ya consideran parte inherente a los servicios.
Pero no doy más rodeos. El pasado miércoles, después de salir del trabajo, decidí refrescarme en la conocida «catedral del helado» habanera. Era una calurosa tarde de septiembre, el cielo se había nublado y los truenos anunciaban un torrencial aguacero.
Curiosamente, había chocolate ¡sin cola!, por lo que entré, sin porteros que me impidieran la marcha, como Pedro por mi casa, y me senté en una mesa junto a una hermosa mujer de unos cuarenta años. Curiosamente, también enseguida, una camarera se acercó para hacernos el pedido. Yo pedí dos ensaladas y la mujer que estaba junto a mí pidió diez.
—Es para llevarle a los niños, dijo muy seria mientras extraía un pozuelo de su cartera.
Dicho esto, estalló por fin uno de esos aguaceros rotundos. No había por qué preocuparse; a diferencia de otros tiempos, el salón Tropical, que así se llama la cancha donde estaba, contaba con unos toldos rojos que impedían que los usuarios se mojaran.
No obstante, nada más cayeron las primeras gotas, la camarera que nos había hecho el pedido le gritó al portero:
—No me dejes pasar a más nadie.
Supongo que no vio que en el medio de la cancha había quedado de pie, portafolio en mano, un hombre de unos 80 años de edad, porque cuando el anciano pidió que le indicaran dónde sentarse, otra de las camareras le dijo:
—Abuelo, aquí está cerrao ya. Vaya para la barra o para la torre.
El anciano, que por lo visto no quería mojarse, permaneció de pie, ante la indiferencia de las camareras y del resto de los comensales, en medio de la cancha esquivando las gotas que caían del borde de los toldos.
En una ocasión que la camarera que había dado la orden de cierre pasó junto a nuestra mesa, la mujer de las diez ensaladas le hizo una seña:
—Mamita, ¿por qué no le sirven al viejito?
—¡Qué va, si el helado que queda ya no alcanza ni para ustedes! —respondió la camarera.
La mujer supo que era un pretexto, pero esperó con calma que le sirvieran sus diez ensaladas y entonces llamó al anciano, que seguía esperando que el aguacero amainara.
—Abuelo, mire, venga, siéntese aquí —le dijo, mostrándole una silla vacía a su lado, y le ofreció una de sus diez ensaladas. Mire, abuelo, cómase esta.
El viejo abrió su portafolio y sacó varios billetes de a uno y un billete de diez CUC.
El anciano de esta historia se apellida Barreto y ayudó a diseñar Coppelia
La mujer le dijo: Abuelo, guarde el dinero, que se le va a perder, no tiene que pagarme nada. El hombre insistió, pero la mujer volvió a repetir lo mismo. El anciano acabó por aceptar, pero con la condición de que anotaran su teléfono para cuando fuera el cumpleaños de la mujer o de alguno de sus familiares, le llamaran. Él, dijo, era un músico retirado que había acompañado con su guitarra a reconocidos artistas, y en agradecimiento al gesto de la mujer, estaba dispuesto a buscar una cantante para amenizarle la fiesta.
La mujer se dio cuenta de que el hombre no se podía comer la ensalada porque no tenía cuchara. Entonces se puso de pie y se acercó al lugar donde expenden el helado.
—¿Me puede dar una cuchara? —le dijo a una de las camareras.
—Todas están sucias —le respondieron.
—No importa —insistió la mujer—, yo la lavo.
A la camarera no le quedó más remedio que darle la cuchara que, por cierto, no estaba sucia.
El viejo saboreó el helado y dijo, en tono afable, que él antes de haber sido músico acompañante, fue también diseñador y ceramista, y que había esculpido no se sabe cuántos escudos de la República que ahora colgaban por ahí en no se sabía tampoco cuántas escuelas.
El viejo dijo, además, que en sus tiempos de diseñador había ayudado al mismísimo Girona a diseñar los planos de Coppelia.
—¿Usted sabe que esto lo concibió Girona?
La mujer asintió con la cabeza.
Después el anciano siguió hablando, entre cucharadas de chocolate, de sus viajes al extranjero como músico y de las artistas famosas que había acompañado con su guitarra. África había cantado con él y Soledad Delgado, acompañada nada menos que por Frank Emilio, también.
Cuando la lluvia cesó, la mujer dijo:
—Bueno, abuelo, ya podemos irnos…
Ambos se levantaron y cada uno cogió por su lado ante las miradas ciegas y mudas de los demás comensales.
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