Colgados en la pared
especiales
La sala del apartamento de mis abuelos estaba presidida por una lámina desvaída en la que se veía un salón de otra época. La alta vidriera del fondo se abría a un jardín salpicado de flores; un reloj de madera, a un extremo, detenía el tiempo y, en el otro lado, ondulaba elegante una escalera, como camino en ascenso hacia un desconocido bienestar. Ante la bóveda hendida por la escalinata, dos muchachas hacían música. Una de pie y vestida de nebuloso azul hacía suspirar una flauta; la otra, arropada por tonos oscuros, estaba sentada a un piano de cola.
Yo me paraba sobre el sofá de mi abuela y cerraba los ojos. Como un personaje de Carroll cruzaba el espejo y descubría que aquellas jóvenes también eran mis primas, que por eso vivían en casa de mis abuelos y que, por tanto, también era mío aquel apacible silencio del tiempo detenido.
También desde la salita húmeda de mi otro abuelo se saltaba a un salón luminoso, de un pulido estilo Luis XVI. Aquel esplendor irradiaba desde la pared cansada de mi abuelo, y la vieja casucha familiar se hacía más sombría; las grietas en el piso rojo se abrían insalvables, se ahogaban de polvo. Pero los personajes engolados de la recamara dorada se regocijaban en la placidez de sus minutos. Un joven con coleta y medias de seda tocaba el piano pulido, mientras que a su lado, de pie sobre la alfombra oscura, una muchacha vestida en vino raso leía la canción de una partitura. Desde el papel cromado, los aristócratas se lucían ante nosotros y nos ignoraban. Este espejo estaba cerrado para mí.
Hace veinte años se podían encontrar muchas de estas láminas destiñéndose en una pared cualquiera de muchas casas cubanas. En su mayoría, no eran manifestaciones plenas de arte, mucho menos reconocían las vanguardias pictóricas de finales del siglo XIX y las desarrolladas durante las décadas del XX. El gusto se refocilaba en la belleza formal, figurativa, en la temática dulce, dentro de los terrenos del más simple academicismo. Primaban reproducciones de esa modalidad llamada conversation pieces —escenas de conversación, de reunión—, retratos de familias aristocráticas en amenas tertulias con sus amigos, en salones o al aire libre, acompañados por sus perros y caballos. Junto a estas obras, adornaban nuestras paredes de pueblo reproducciones de fantasías galantes como las de Boucher y Fragonard, en las que aristócratas de porcelana se besaban en profundos jardines, envueltos en una luz fina como llovizna, o bruma, o polvo. También ángeles y mujeres desnudas a lo Bougerau, flotaban ensimismados en la nostálgica atmósfera de las habitaciones de hace un siglo.
Esas láminas coloridas, reproducidas hasta el infinito y compradas en establecimientos o muchas veces, a plazos, a vendedores ambulantes, engalanaron tantos hogares que era difícil caminar por una cuadra de barrio sin verlas, de un tema u otro, en casi todas las casas de la vecindad. Sus propietarios desconocían sus títulos y autores; mucho menos sabían de estilos, épocas en que fueron pintados los originales, pero aquellas estampas dulzonas muchas veces poseían un valor sentimental para la familia por haber sido regaladas en las bodas de los padres o los abuelos, o en un cumpleaños de la señora de la casa.
No creo que mis abuelos apreciaran sus posibles valores artísticos, sino que les agradaba aquella belleza llana; la evocación de una vida tranquila, vacía de conflictos, los seducía. Los valores puramente decorativos eran exhibidos como una ilusión. Quizás esas escenas era para ellos la manifestación de una añoranza, del deseo frustrado por no poseer, del cansancio en la lucha por un acenso imposible a un mundo tenido como promesa de bienestar, universo burgués que soñaba, a su vez, con antiguos abolengos. Un sueño dentro de un sueño.
Hace poco, mi amigo Maykel se dirigía a su casa cuando un hombre viejo lo tomó por el brazo y lo arrastró consigo. El señor había escuchado que el muchacho gustaba y conocía del arte y quería que valorara un óleo que conservaba en su casa. En la oscuridad de la vieja salita, Maykel se encontró ante una lámina horizontal, azulada por la humedad de las décadas. Aunque nunca la había visto la reconoció. Una barca flotaba en una laguna quieta. En ella, ninfas engalanadas con guirnaldas de rosas llevaban, besaban, a una doncella dormida. El viejo dueño sostenía que aquello era un óleo, quizás importante, que estaba firmado y que tal vez pudiera venderlo para poder vivir un poco mejor. Pero el joven sabía que la imagen no era más que otra vieja reproducción, de aquellas que también fueron abundantes, en las que hadas desnudas y querubines rosados jugueteaban en jardines idílicos, nubes al fondo y gasas al viento. Recordaba aquella lámina similar que se puso rancia en la sala de sus abuelos y que nunca llamó su atención. ¡Pobre viejo! Su adorno no tenía valor. Pero el muchacho no quiso romperle la ilusión. Le prometió que consultaría en Internet el costo de la pieza. Antes de marcharse, Maykel precisó la firma rotulada en el extremo del cuadro: H. Zabateri.
Buscando en Internet, el joven supo que H. Zabateri, un nombre prácticamente ignorado, era un viejo conocido de todos los cubanos. Nació en Austria, y su verdadero nombre era Hans Zatska. Su interés por pintar escenas dulces decoró miles de salas del mundo durante las primeras décadas del siglo XX. Su estilo trasnochado y sospechosamente comercial, en el que se descubre la influencia de los motivos más decorativos de Bouguerau, hace que hoy sea mirado con recelo por los conocedores. Cierto es que sus obras no exhiben mayor valor que las ilustraciones que iluminaban a miles de libros y revistas femeninas de la belle epoque. Pero Zatska, o Zabateri, fue el autor de la reproducción más conocida y difundida hasta hoy en nuestros hogares, la preferida por nuestras familias: el Sagrado Corazón de Jesús, que en tantas casas cubanas aún ocupan un puesto de privilegio. No sé si hubo otra razón para su extensa profusión, más allá del gusto por ese Cristo rubio que se proyectaba esencialmente, como unísona manifestación divina, en casi todas las casas del pueblo.
Lo cierto es que no se puede hacer un inventario de los íconos pictóricos que han acompañado a los cubanos desde hace más de un siglo sin que el Sagrado Corazón de H. Zabateri clasifique entre los primeros.
Los tiempos han pasado y todavía hay quien corre tras algún agotado Zabateri. Para otros la estampa de un perro y un conejo abrazados sobre un cojinete es la cima del buen gusto; o mejor un afiche de nylon que muestra mujeres en bikini que gatean sobre un auto deportivo de los años noventa. Pero hoy, con más información, también hay quienes compran reproducciones más o menos felices de las obras que atesoran los museos del mundo, académicas o abstractas, muchas cubanas. Hay quienes prefieren las fotografías artísticas. Hoy el gusto se ha hecho diverso y abierto, es otro. Las antiguas estampas van siendo desmontadas o relegadas a las últimas habitaciones de la casa.
En la sala de mis abuelos maternos también desapareció un día la escena aburguesada de la pared. Un tío, cansado de su empalagosa simpleza, la cubrió con otra lámina: una joven holandesa se concentraba en una carta, bañada por una luz suave que, desde una gran ventana, se proyectaba sobre ella. El tío, que sabía que la obra artística es solo un punto de partida y no un lecho para dormir, señaló que este era un cuadro mejor. El manso encanto de la imagen de Vermeer nos acompañó durante muchos años y desplazó al olvido a las anteriores inquilinas de la claraboya. Y no sólo por la destreza en una técnica aprendida cabalmente en una academia pictórica. En su silencio, la muchacha holandesa me reveló que al mundo de sus antecesoras le faltaba algo imprescindible: el misterio. Mis “primas” instrumentistas fueron olvidadas por su melodía agotada desde siempre. Y aunque hoy la joven de la carta también se esfuma lentamente en el fondo de un closet sucio, su luz permanece indemne.
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maria isabel martinez
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