ESTAMPAS GUAJIRAS: Gladis, una mujer que desafía las lomas

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ESTAMPAS GUAJIRAS: Gladis, una mujer que desafía las lomas
Fecha de publicación: 
8 Agosto 2013
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La mañana se va despojando del vestido blanquecino con que suelen dormir las lomas de la sierra del  Escambray, en el centro de Cuba. Por una de esas esbeltas cuestas se sube hasta la morada de unas de las mejores cosecheras de café de la región.

Y para que no haya dudas de que allá arriba no se va a vagabundear, a la entrada de la vivienda cuelga un garabato (instrumento para chapear). «Para que quien llegue sepa que aquí vive una familia de trabajo duro», nos advierte Francisco (Franco) Peña Miranda, el esposo de Gladis Lorente Salabarría, la mujer que buscaba.

«Ella salió hace un rato —me dice. Fue a ver a una vecina que está enferma. Pero vuelve rápido, dejó el colador de café preparado y el fogón de leña encendido».

«Allá abajo dicen que a su esposa no se le puede ir con mentiras, que las parte en dos en el aire con un machete afilado que tiene en la punta de la lengua para los burócratas», le solté al hombre mirándolo de reojo.

Franco deja de afilar una mocha y clava los ojos en el inmenso valle de Jibacoa (una comunidad para los serranos construida por la Revolución y que queda a los pies de su finca). «Eso sí es verdad, a Gladis no se le puede engañar. Ahí mismo se pone seria, pide la palabra y le canta las cuarenta a cualquiera. No importa si es un jefe grande o uno chiquito. La gente la respeta, sabe que con la verdad, ella entiende, pero con globitos inflados o con promesas falsas, se parece a una leona defendiendo a sus cachorros».

A algunos no les gusta esa forma de ser de ella. Le temen a sus palabras, y si por ellos fuera, no la invitaban a las reuniones. Saben que donde esté Gladis Lorente Salabarría hay que hablar fino, fino, con el lenguaje de los que meten las manos en el surco y no de los que se trancan en las oficinas.

Por el fondo de la finca se siente una mujer cantando. «Es ella, ya viene», dice Franco, apenas la melodía se cuela en nuestra conversación.

«Ella dice que esto es su paraíso. Y es verdad que le pone su energía a la finca, a la casa. Su sonrisa a mí me hace tanto bien que le entro al campo con más optimismo», y estira los ojos por el trillo buscando la silueta de su esposa.

«Nosotros tenemos cuatro hijos, dos en Manicaragua (la cabecera del municipio) y dos aquí. Otra parte de la familia vive en Santa Clara y siempre nos están embullando para que nos mudemos, pero qué va. Ni a Gladis ni a mí nos ha pasado eso por la cabeza. No hay nada como el aire puro, el trino de los pájaros y sabernos útiles».

 

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Apenas ella me vio, me dijo: «usted es el periodista. Pero qué flaco, voy a tener que traerte para acá y darte harina con huevo frito». Fue una buena entrada para el diálogo. Gladis es el espejo de lo que nos había dicho su esposo.

Cuenta que su pródiga finca, nombrada El Jagüey, era un cafetalito perdido en el monte. Cuando la solicitó en 1997, la gente de la Empresa Agropecuaria de Jibacoa que fue a fijar las condiciones del contrato, le dijeron: «por qué no te dedicas a otra cosa, esto no parece un cafetal».

Pero ella no se desanimó y junto a su esposo empezaron a trabajar duro. Resembraron los campos, regularon la sombra, plantaron plátanos, aguacates de injerto, y flores en el patio para levantar el espíritu. Poco a poco fue creciendo la cría de aves y las producciones de café comenzaron a confirmar que cuando se pone empeño y tesón, los resultados aparecen.

«Lo otro que me ha permitido estar feliz con mis cosechas es aprender y aplicar las técnicas agroecológicas. Cuando salgo por ahí no me como ni un plátano, si no sé cómo lo maduraron. Lo mismo hago con mi finca, mientras menos productos químicos, mejor, menos contaminación tendrá la tierra, y más saludables los alimentos. Hacemos compost, sembramos cercas vivas y ponemos barreras para conservar los suelos, aplicamos materia orgánica, y de candela, nada. Ni un fosforito rallamos en el campo. Da lástima ver a los animalitos huyéndole al fuego y las plantas calcinadas».

Quien la ve riéndose, no sabe que en la lengua esconde un machete afilado para los «pamplinosos». No más le toco el tema, y cierra los labios bruscamente, aprieta los puños y suelta: «Las mentiras no me gustan, siento que me pinchan el corazón, me suenan al oído como décimas sin rima, al vuelo me doy cuenta y...

«El socialismo se hace con la verdad, diciéndonos las cosas como son, aunque nos duela; al final, reconforta saber lo que la gente piensa, sin tantas palabras huecas. Y las promesas falsas me huelen a capitalismo, a las historias de las elecciones antes de la Revolución, por eso les salgo al paso como un resorte».

Gladis mira el reloj. Es casi mediodía. «Niño, pero si debes estar muerto del hambre, si te guías por lo que yo hablo, no almorzamos hoy».

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