Réquiem por una máquina de escribir

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Réquiem por una máquina de escribir
Fecha de publicación: 
23 Febrero 2020
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Junto al contenedor de basura han tirado una máquina de escribir. Está ahí, despatarrada, mostrando impúdica las entrañas de su teclado en desorden, como si la muerte la hubiera sorprendido a mitad de una última palabra.

¿Cuántos sentimientos teclearon en ella?, ¿cuántos trabajos académicos o poemas? Quizás hubo alguien que se reclinó sobre su estructura de hierro y, con la cabeza recostada contra el rodillo, lloró o rio.

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Ya nadie se enterará de las historias que han enmohecido junto a sus viejos mecanismos, pero, de todas formas, casi da igual, porque cuántos saben hoy escribir a máquina.

Parecería un saber inútil, en estos tiempos de teclados inalámbricos, de realidad virtual, de Internet. Pero no es así. Incluso, quienes tienen como oficio cualquiera relacionado con escribir en computadora, probablemente no sepan cuánto se pierden por no saber escribir utilizando los diez dedos sin mirar el teclado.

Sucede que cuando esa habilidad se tiene incorporada, las ideas fluyen más fácilmente, como si se dialogara directamente con la pantalla y sin intermediario. Se gana en velocidad y precisión al escribir.

Una historia ya tecleada

Esas bondades que hoy haría falta recordar o redescubrir fueron las que dejaron asombrados a muchos allá por el siglo XIX, más exactamente en 1873, cuando por primera vez salió al mercado una máquina de escribir. Fue la conocida como Remington No. 1, que se comercializó en Ilion, Nueva York.

Pero no fue esa la primera máquina de escribir, la pionera. Ya en 1714 el inglés Henry Mill había obtenido una patente de la reina Ana de Gran Bretaña por haber creado una máquina que servía para escribir. Otros inventores siguieron sus pasos y cada vez fueron patentándose mejores artefactos.

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La invención de la máquina de escribir posibilitó que los escribas y copistas fueran relevados por mecanógrafos, con menos arte, pero más precisión y velocidad.

Incluso, en 1856 quedó registrada una máquina de escribir que tenía el teclado en forma circular y ya contaba con un soporte para papel, un timbre que avisaba cuando llegaba el final de cada línea y una cinta entintada.

Pero lo cierto es que quienes libraron a los empleados de oficina de escribir a mano cartas y documentos fueron los estadounidenses Sholes y Glidden, padres de la Remington.

Curiosamente, el primer modelo industrial de máquina de escribir estaba montado sobre una estructura igual a la de las máquinas de coser. Y no es casualidad: su fabricante, E. Remington and Sons, antes de adentrarse en esos caminos de tecleos, producían máquinas de coser.

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Como Remington había sido fabricante de máquinas de coser, les puso la misma base a las de escribir, con pedal y todo.

 

Con ella se podía escribir solo con letras mayúsculas y sin que pudiera verse lo que iba quedando tecleado en el papel. Era de un tamaño tan grande y de un manejo tan dificultoso, pedales incluidos, que no se llevó al mercado.

Fue Mark Twain quien, casi 20 años después, en 1875, se convirtió en el primer escritor en entregar a la editorial una obra mecanografiada: Life on the Mississippi, aunque sobre ello existen impresiciones. Había comprado una Remington el año anterior por 125 dólares.

Sin embargo, el hombre de letras que más se asocia con las máquinas de escribir suele ser Ernest Hemingway, dados sus singulares hábitos asociados a la creación literaria. Era costumbre suya escribir todos los días, de pie y descalzo ante una mesa a la altura del pecho en la que descansaban sus cuadernos y una máquina de escribir.

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Hemingway acostumbraba escribir todos los días y de pie ante su máquina.                                    

A las máquinas de escribir mecánicas siguieron las eléctricas, al comenzar el siglo XX, y antes de que expirara ese siglo, en 1979, las computadoras personales (PC) se hicieron sitio en la historia de la humanidad.

La última máquina de escribir la fabricó la Brother en Wrexhamc, en Gales, Reino Unido, el 20 de noviembre de 2012.

A pesar de ser «historia antigua», no debería olvidarse que, por muchos años, esos artefactos, además de las ventajas ya dichas, permitieron fuente de empleo a un ejército de mecanógrafos en todas las latitudes. Particularmente, las mujeres encontraron en esa posibilidad una nueva puerta de entrada al mercado laboral.

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Las máquinas de escribir se multiplicaron en las oficinas, posibilitando una nueva fuente de empleo a las mujeres, quienes accedieron masivamente al mundo laboral como mecanógrafas, también llamadas dactilógrafas.

Hoy, tropezarse con una máquina de escribir es raro, y más aún ver a alguien tecleando en ella. Los museos de antigüedades han pasado a ser su morada final.

Sin embargo, y no paradójicamente, países como Finlandia, entre los más avanzados del mundo en materia educativa, han decidido introducir la mecanografía como asignatura obligatoria en los currículos escolares, por considerarla fundamental para el rendimiento de sus alumnos y también de cara al futuro profesional de los mismos.

«Los niños, desde los primeros años de edad escolar, están habituados a escribir en diferentes dispositivos. Nuestro deber es entregarles las herramientas para el buen uso de los principios de mecanografía. Se trata de que la mecanografía sea una habilidad cívica». Así apuntaba Minna Harmanen, del Instituto Nacional de Educación finlandés, cuando empezaba a implementarse allí el nuevo programa de estudios.

Por su parte, en algunos colegios de nivel primario en España empieza a hacerse sitio, desde 1918 y a partir del tercer grado, la enseñanza de lo que han llamado FastTyping (escribiendo rápido).

Su finalidad es enseñar a los escolares, de forma amena, a trabajar con los teclados sin mirarlos y empleando los diez dedos, lo cual es extremadamente útil, considerando que en esta era digital se interactúa mucho más con los teclados que lo que antes se hacía con una máquina de escribir. Este aprendizaje, indican especialistas, tiene entre sus ventajas asegurar mayor rapidez, agilidad y productividad, a la vez que ayuda a optimizar tiempo.

«Escribientes de máquina» en Cuba

Una revista Bohemia del 18 de mayo de 1952 da cuenta de que ya para 1887 se usaba la máquina de escribir en Cuba.

El cronista firmante de ese texto había encontrado en el Archivo Nacional informes elaborados por el Consejero de Administración Antonio González Mendoza escritos a máquina «con una limpieza de ejecución de la que carecen algunos mecanógrafos de hoy».

Algunos aseguran que fue ese señor González quien importó desde Estados Unidos la primera máquina a esta Antilla Mayor, por entonces colonia española. Sin embargo, también se le atribuye este avance a Frank A. Betancourt, de quien se dice que dotó a la oficina de Ferrocarriles Unidos de una primera máquina, llegada en 1890.

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Frank A. Betancourt, primer maestro de Mecanografía en Cuba, poseía el título de catedrático titular de Taquigrafía, Mecanografía y Mecanostenografía.

Lo cierto es que, ya en los albores del siglo XX, tanta era la demanda de trabajos de oficina en la Isla, que anexa al Instituto de La Habana existía una cátedra de Taquigrafía y Mecanografía. Su fundador y profesor fue precisamente el mismo Frank A. Betancourt, primer cubano graduado de los cursos que se impartían en Nueva York sobre el «dificultoso arte de escribir a máquina».

De dicha cátedra egresaron los primeros cubanos con el título de «Escribientes de máquina».

Mucho ha llovido de entonces a la fecha y lo que una vez resultara modernidad, auge de cursos, titulaciones y hasta concursos de mecanografía, lentamente fue declinando, a favor de la era digital y en contra de la mecanografía como saber.

Tanto ha sido así, que lo más usual en la Cuba de hoy es encontrarse a personas escribiendo con dos dedos —como pollitos picoteando maíz— en el teclado del ordenador, incluyendo periodistas, secretarias y otro personal de oficina.

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Como mismo ahora se propone incluir la robótica y la automática en el currículo de la escuela cubana, quizás sería bueno valorar, al menos como curso optativo, la enseñanza de la mecanografía en algunos niveles educacionales o, al menos, en determinadas carreras universitarias.

Esta redactora nunca dejará de agradecer a la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana el haber aprendido, como parte del plan de estudios de los años 80, Mecanografía y Taquigrafía —esta última con el entrañable profesor y periodista José Antonio de la Osa— dentro de la carrera.

Con ello pongo fin a estas líneas, redactadas desde la gratitud, sin mirar el teclado y utilizando los diez dedos.

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