Diálogo, debate, confrontación: para una delimitación de conceptos
especiales
Creo en las ideas, en la razón revolucionaria. Apoyo a la Revolución desde la razón, desde los argumentos. Tengo la convicción de que es posible discutir y analizar cada acierto y cada error de estos 60 años, y que el balance será siempre favorable al proceso revolucionario. No rehúyo el debate. Pero también he comprendido que la guerra contra el socialismo, contra la Revolución, no es una cruzada «científica» o «académica» por la verdad; que los adversarios no son teóricos obsesionados por demostrar su razón (aunque algunos impartan clases o sean académicos profesionales), sino individuos que por diferentes motivos –biográficos, ideológicos o simplemente económicos–, desean su destrucción. He comprobado que existe una red de intereses transnacionales que juega al duro: miente o tergiversa y apuesta a que su versión (verosímil) sea la ganadora en el show mediático, la que se apodere de la mente de los espectadores. Una red que selecciona las palabras exactas que deben usarse y repetirse para denominar a cada sujeto u objeto, a cada suceso (régimen no gobierno, embargo no bloqueo, Castro no Fidel o Raúl, como los llama el pueblo). Que los personajes se fabrican, se siembran, y que los medios pueden cerrar puertas y ventanas a cada argumento que revele la trampa. Que el diálogo es de sordos, porque el objetivo no es quién tiene la razón, sino quién mantiene o toma el poder.
Entonces, resulta imprescindible diferenciar tres niveles posibles de interacción con países y personas ajenos o no al proceso revolucionario. Con aquellos que reconocen y aceptan la legitimidad histórica de la Revolución, y desean intercambiar criterios, es posible y necesario el diálogo. Con aquellos que difieren de nuestras metas y nos suponen equivocados, pero argumentan con seriedad su posición, puede existir el debate. Debatir es un ejercicio sano, permite descubrir fortalezas y debilidades en nuestra visión de las cosas. El diálogo es para encontrar un espacio común de convivencia; el debate para clarificar posiciones divergentes o contrarias. Ambos presuponen el respeto al derecho ajeno y excluyen la imposición. Pero si el objetivo no es convencer, sino imponer, si el país o la persona que discrepa tiene como único fin de sus actos el derrocamiento de su adversario, la toma del poder, si existe una intención expresa de subversión, entonces hablamos de confrontación y del derecho de la Revolución a defenderse. Es lo que el viejo Marx llamaba lucha de clases.
La estrategia última de la Revolución, su sentido histórico es unir: unir a personas diferentes, discrepantes, en un proyecto común. Esa fue la fuerza de José Martí y la de Fidel Castro. El primero habló con vehemencia de una Patria «con todos y para el bien de todos», pero no incluyó en ella a «los que no tienen fe en su tierra», ni a los anexionistas. Fidel lo explicó de otra manera: «dentro de la Revolución, todo [eso incluye a los que no la comparten]; contra la Revolución, nada». Y antes dijo: «Nadie ha supuesto nunca que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los artistas tengan que ser revolucionarios, como nadie puede suponer que todos los hombres o todos los revolucionarios tengan que ser artistas, ni tampoco que todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Ser revolucionario es también una actitud ante la vida, ser revolucionario es también una actitud ante la realidad existente (…)». Y dijo también: «La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no sean revolucionarios, es decir, que, aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella».
Dialogar, debatir, son requisitos que asumimos con plena responsabilidad. Sabiendo que no dialogamos ni debatimos de arqueología ni de células monoclonales, sino sobre nuestras vidas, sobre el futuro de nuestros hijos. Por eso es inevitable –y yo diría que necesaria–, la pasión. Esa pasión no disminuye el alcance científico de los argumentos; los ilumina. Es más: el que carezca de pasión, el que no pueda involucrar sus sentimientos, sus emociones, en el debate, carece de auténtica objetividad. No se puede hablar a favor de la Revolución sin sentirla. Y hay que diferenciar los insultos de quienes no tienen argumentos o de quienes pretenden callar al adversario (ese es el significado real de «ciberchancleteo»), de los «calificativos», a veces indispensables para entender la posición que se refuta. Decir «contrarrevolucionario», decir «mercenario» cuando corresponde, es dotar al discurso de un argumento imprescindible. Ocultar esos calificativos, es obstruir la comprensión de los hechos. Prescindir de sólidos argumentos, repetidos, pero veraces, por el solo hecho de que han sido esgrimidos antes, es debilitar el discurso revolucionario.
Cuando un individuo se presta a espectáculos callejeros bien cotizados por los medios transnacionales –esos medios que no quieren reportar otra cosa que aquello que prestablece el guion de una corresponsalía para la subversión-, y se alía a los intereses que actúan abiertamente para derrocar el socialismo en Cuba, se enfrenta al pueblo. Asume los códigos de la guerra por el poder. La Revolución tiene el derecho de defenderse. Y lo hará. Y los cientos de miles de cubanos que la defendemos estaremos allí para gritar «viva Fidel» y «viva el socialismo». Los revolucionarios sabemos debatir, y sabemos también combatir.
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