Cuando la necesidad choca con el lucro
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En el complejo panorama de la vida cotidiana en Cuba, donde las dificultades para la transportación son una realidad palpable, surge un escenario particularmente delicado: las inmediaciones de los hospitales. Estos espacios, destinados a la curación y el alivio, se han convertido en el punto de partida de un drama humano que se libra a la orilla de la acera, entre pacientes vulnerables y conductores de vehículos.
La imagen se repite con frecuencia preocupante. Personas recién dadas de alta y que concluyen una consulta, muchas veces con movilidad reducida, se enfrentan a la fría lógica de un mercado informal de transportación. Las familias se ven obligadas entonces a negociar un precio que, en múltiples ocasiones, resulta exorbitante. La urgencia del paciente choca contra la ley de la oferta y la demanda en su expresión más cruda.
No se puede negar la situación que enfrentan los dueños o responsables de estos automóviles. Operar un vehículo en la Mayor de las Antillas implica hoy sortear un laberinto de escasez e incertidumbre para acceder a piezas de repuesto y a combustibles, frecuentemente a precios elevadísimos y en mercados paralelos. El mantenimiento de un auto es una hazaña casi diaria, es cierto, y por ende resulta comprensible que el servicio prestado busque solventar estos costos y generar un margen de ganancia que justifique el esfuerzo y la inversión, así como contribuir a los ingresos personales de los choferes, quienes probablemente deban cubrir grandes gastos para la manutención de sus familias.
Sin embargo, existe una delgada línea entre un cobro justo, que compense el desgaste del vehículo, y la especulación que se aprovecha de la desesperación y desamparo ajenos. Cuando el pasajero no es un cliente cualquiera, sino un enfermo cuya única opción es llegar a su hogar, la transacción deja de ser meramente comercial para entrar en el terreno de lo moral, pues se trata de una persona que tuvo que asistir a un hospital, no de alguien que ha salido de un centro recreativo. En situaciones como esa, la empatía humana debería concitar un código de conducta que trascienda el frío cálculo económico.
En una sociedad en la que, a pesar de la grave crisis económica, existen miles de trabajadores cuya labor tiene gran impacto social sin que sus salarios sean suficientes para responder ante desafíos como el que se analiza, resulta difícil normalizar la práctica de obtener máximas ganancias a costa del infortunio ajeno, y más aún cuando la escena transcurre a las puertas de un centro de salud.
Por otra parte, no se puede cargar toda la responsabilidad sobre los hombros de los choferes particulares. La persistencia de este fenómeno es también un síntoma de las grietas en el sistema de transporte público, especialmente en servicios especializados como ambulancias para altas médicas o traslados no urgentes. La falta de opciones asequibles y eficientes crea un vacío que es llenado por el sector no estatal, a veces sin controles ni regulaciones claras.
La solución, como suele ocurrir en diversos problemas internos, no es simple. Además de apelar a la buena voluntad individual, deberían buscarse mecanismos que combinen un entendimiento económico realista con la sensibilidad social que se defiende desde nuestro proyecto de nación. Por suerte, en ese ecosistema de conductores que hacen piquera en las afueras de hospitales también se hallan personas que, sin dejar de cobrar por sus servicios, acceden a brindarlos por precios razonables, de manera que con su trabajo contribuyen al tratamiento de pacientes en vulnerabilidad.
En el fondo, este conflicto en las salidas de instituciones hospitalarias es un espejo de una disyuntiva mayor: cómo construir una convivencia donde el emprendimiento y la solidaridad no sean conceptos antagónicos. El desafío está en encontrar un punto de equilibrio donde el derecho a un sustento legítimo no eclipse el deber moral de auxiliar al prójimo en un momento de necesidad.
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limia
cardenense
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