DE CUBA, SU GENTE: Ciegos fantasmas cubiertos de contradicciones
especiales
Es médico, tiene 29 años y se llama José Maderos.
El personal y los pacientes de la sala intensivista del Hospital Fajardo, en el Vedado, lo ven como un santo. Mantiene al caminar un ritmo pausado; las manos cubiertas, al resguardo, por la bata blanca; la voz centrada, cohibida casi.
Los pacientes no cesan: “Doctor, esto; doctor, lo otro”, y él responde con tal amabilidad, que todos lo beatifican, como si de ser venerable se tratara. Todos menos yo. Yo no puedo canonizarlo, porque yo recuerdo:
Lo conocí hace quince años, en el IPVC Vladimir Ilich Lenin. Llegué a verlo, primero, a flor de tierra: el muchacho que se quedaba leyendo La Ilíada cuando los demás iban a bailar con Cubanito 2002; el único varón que se volteaba y daba la espalda si a una muchacha se le desabotonaba, sin querer, la blusa.
Luego, en sus contradicciones: Maderos se burlaba en voz baja, y hasta con cierta clase y atisbos de intertextualidad. Del profesor de Literatura, que sí era, citando a Quevedo, un hombre a una nariz pegado. De la de Biología, Frodo, porque le faltaba un pedazo del dedo índice…
Y para colmo, su manía de venganza exagerada:
Aquella vez le pedí que me acompañara a explorar la biblioteca, que estaba clausurada. Nos colamos por debajo de una cerca medio rota, que nos arañó bastante el cuerpo. Con linternas iluminamos los libros tirados, como herrumbre prescindible, por montones sobre el suelo. Al azar, Maderos cogió una novela de Marilyn Bobes y me la dedicó: “No es que tú seas perfecta, es que tus defectos son encantadores”.
-Tu dedicatoria es de escritor –le comenté entonces-. ¿Seguro que quieres ser médico?
Por toda respuesta, y sin previo aviso, me endosó un beso. Sobresaltada, caí hacia atrás y conmigo, como castillo de naipes, todos los estantes de esa ala de la biblioteca.
Mi rechazo movió al Maderos adolescente como si de un resorte travieso se tratara. Literalmente, corrió entonces a contarle a la directora de La Lenin quién había hecho el desastre. Le dijo a ella cómo me había visto colarme en la sección clausurada, y hasta aclaró que yo solía hacerlo a menudo para robar libros… Olvidó, en su versión de la historia, mencionarse a sí mismo incluido en cualquier estrategia de entrada forzada, por supuesto. También añadió el comentario, sabrá Dios salido de dónde, de que me había visto besándome con una chica justo antes de que se cayeran los estantes.
Como era de esperar, la noticia del supuesto suceso prendió, inmensa y explosiva, por todo el pre. Nadie se tomó siquiera el trabajo de preguntarme mi versión de los hechos, como si todos asumieran que con la duda bastaba para vivir, la culpa, primero; la expiación, por último. Como consecuencia de su blasfemia tuve dos meses sin pase… y alguna que otra insinuación lésbica.
Pero todo eso pasó hace ya mucho. Maderos se acerca, cauto, y me saluda. Sonríe y nada sugiere sobre los hechos que fueron. Me pregunta qué hago en el hospital, si he venido a ver a un familiar enfermo; me especifica que es médico intensivista y me ofrece su ayuda.
Yo, por toda respuesta, sonrío. Cuando me dice cuánto ha pensado en mí todos estos años, sonrío; cuando se disculpa y hace una reverencia de despedida, sonrío. Mantengo la sonrisa incluso aún después de que su bata blanca se pierde de la sala. Los pacientes comentan, agradecidos, mientras Maderos se aleja, cuán agradable y bonachón es este doctor.
-Es un santo –expone uno, y los demás asienten.
Pero yo no. Porque yo lo conocí hace mucho tiempo, cuando su personalidad estaba agreste y descarnada, y vi en sus entrañas. Nada digo, ni a los pacientes ni al personal, mas ninguna santidad secundo.
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