Tulio Raggi: animador de sueños y pesadillas
especiales

En ese estado de las primeras edades que desconoce referencias e historias, yo sí me conocía muy bien la huella de su persona en los muñequitos que sacaba de lunes a viernes, entre 6:30 y 70, Cubavisión.
Podía presentirlo aún sin saber leer, porque los animados de Tulio Raggi me abrieron al conocimiento de un mundo umbrío y solemne que otros adultos suelen esconderle a los niños. En medio de un Arcoíris Musical rosado; su Calabacita, su serie de Tito y Lili, y la de El negrito cimarrón acercaban a mi infancia el sempiterno universo de tánatos, del dolor, y las penumbras.
Y ahora que lo converso con otros ex niños como yo, me doy cuenta de que no fui un caso aislado. No veo en esto, sin embargo, un defecto, sino una gran virtud. Mientras otros directores nos llevaron por caminos blandos de risa y luz, él se dio a la misión de no evadir la dosis de dolor que necesita un héroe para serlo y para triunfar. Y lo hizo sin poner en riesgo nuestra inocencia.
Tanto en sus animados de El negrito cimarrón, como en los de Tito y Lili y en los de la Calabacita, la noche deja de ser una simple presencia para convertirse en protagonista. Sueños y pesadillas (1984), donde personajes del terror como Drácula y Frankestein secuestran a la Calabacita, es quizás una de las obras más oníricas que tiene el cine cubano. Basta recordar que las casas no se levantan sobre cimientos sino sobre una enredadera con flores, ligada irremediablemente al marabú espinoso sobre el que se sostiene el castillo de las Pesadillas.
Y ¡qué forma tiene Raggi en esa historia de no evadir la muerte de aquellos personajes tenebrosos! Un juguete los mata con un arco, pero donde quiera que los tocan sus flechas nacen flores, y con esta metáfora visual se cuenta la disolución de una pesadilla en un sueño dulce.
Esos sueños repetitivos que a veces nos enredan entre sábanas durante horas se convierten en El reloj roto (1986) en toda una lección moral para Tito, que ha mentido a su mamá antes de dormir. Lo onírico aquí se entremezcla con los esfuerzos infructuosos del niño por limpiar el cucú de la abuela. Sin duda, algunas escenas como aquella donde Tito y su perro se vuelven pequeños son un lujo de creatividad.
Incluso en Los dinosaurios (1986), donde Tito quiere ser grande y el Pensador de Rodin le explica que por su altura fue que los dinosaurios murieron, descubrimos cómo se entremezcla ese mundo nocturno y peligroso con un guión más bien didáctico que precisamente por esto es valioso.
En este animado como en Las vasijas (1987), que continúa la serie de Tito y Lili, Raggi utiliza ilustraciones de libros, incluso infografías; muy al estilo de lo que luego el ICAIC desarrollaría en Para curiosos. Los niños hacen una pregunta que el Pensador responde con el lenguaje propio de los textos educativos; sin embargo la solidez con que están construido los personajes infantiles y el payasito de resorte que los acompaña, sumado a la acertada dirección de los actores que les prestan su voz, convierte a estas obras en verdaderos animados de ficción.
Un punto clave en el arte de Tulio Raggi es la música. Tal vez es el director del ICAIC que mejor aprovecha este recurso; de hecho, algunas de sus obras bien podrían considerarse operetas de animación: es el caso del no tan logrado Cocuyo ciego (1979) y de El zángano y la rosa (1980). Pero es, ya lo decíamos, una constante de toda su producción.
En el propio Zángano y la rosa, Raggi desliza toda una historia sinfónica bajo la tragedia que cuenta; asocia un instrumento musical a cada personaje; la rosa, por ejemplo, es un violín. Y combina canto lírico con ritmos modernos. En El negrito cimarrón (1975) tenemos la oportunidad de asistir a un interesante paso de música clásica a afrocubana; mientras que en Las seis maravillas se estimula la memoria infantil con una canción didáctica y pegajosa.
No es de extrañar que Tulio Raggi se interesara por un genio atormentado como el uruguayo Horacio Quiroga. La gamita ciega (1986) y El paso del Yabebirí (1987) profundizan el interés de este realizador por la fábula, que podemos constatar además en Las orejas de Canela (1985) y otros.
Pero en las fábulas de Tulio Raggi (como en casi toda su obra a excepción de la saga El negrito...),los protagonistas no aprenden la moraleja sin antes sufrir.
La seriedad con que presentaba su lección, en una época donde los cineastas cubanos se creían capaces de cambiar el mundo y de alguna forma lo hicieron... toda la fuerza de sus historias nocturnas, nunca logró domar el sencillo deseo de llenarlo todo con flores. Hasta sus animados más lóbregos parecen jardines. Si en las noches de Tulio Raggi nos encontramos al intelectual, al hombre; siempre tendremos en sus flores al niño.
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