LA BIBLIOTECA: Cecilia Valdés, ese símbolo
especiales
Cecilia Valdés o La loma del ángel no es una novela perfecta; pero es, indiscutiblemente, un monumento literario. En el prólogo que antecede a una de sus muchas ediciones, el escritor Cirilo Villaverde hace recuento de vicisitudes para su conclusión y publicación.
Leyendo esas líneas uno puede comprobar que, a pesar de que se repite una y otra vez que la novela hubiera podido ser mejor, el novelista está consciente de la importancia del texto: es un extraordinario retrato de una sociedad, el más profundo y revelador del siglo XIX cubano.
Y Cecilia es, probablemente, el personaje más célebre de nuestra literatura: el símbolo luminoso de la “cubanidad”.
La trama es la de cualquier folletín de la época: engaños que terminan en tragedia: amor, celos, venganza… Hay demasiadas digresiones en la acción, demasiados personajes y peripecias menores que distraen. En el estilo y en el lenguaje abundan las incoherencias.
Pero con todo, la historia arrastra al lector por sus muchos vericuetos. Y deviene testimonio fidedigno de su época.
Villaverde lo explica en su prólogo: «(…) me ha salido el cuadro tan sombrío y de carácter tan trágico, que, cubano como soy hasta la médula de los huesos y hombre de moralidad, siento una especie de temor o vergüenza presentarlo al público sin una palabra explicativa de disculpa. Harto se me alcanza que los extraños, dígase, las personas que no conozcan de cerca las costumbres ni la época de la historia de Cuba que he querido pintar, tal vez crean que escogí los colores más oscuros y sobrecargué de sombras el cuadro por el mero placer de causar efecto a la Rembrandt, o a la Gustavo Doré. Nada más distante de mi mente. Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente».
Cecilia Valdés, obviamente, es uno de los textos que se incluyen en el programa de estudios de la literatura en las diferentes enseñanzas. Y es también una historias muy versionadas. Pero convendría regresar a su fuente. Es un libro imprescindible.
PRIMERA PÁGINA
Hacia el oscurecer de un día de noviembre del año de 1812, seguía la calle de Compostela en dirección del norte de la ciudad, una calesa tirada por un par de mulas, en una de las cuales, como era de costumbre, cabalgaba el calesero negro. El traje de éste, las guarniciones de aquéllas y los ornamentos de plata maciza, mostraban a las claras que era rica la persona a que pertenecía tan lujoso equipaje. Prendida estaba de los calamones, no sólo por el frente, sino también por un costado y hasta la mitad del otro, —la cortina o capacete de paño con banda de vaqueta. Sea el que fuese quien ocupaba el carruaje a la sazón, no puede negarse que tenía interés en guardar la incógnita, aunque parecía excusada la precaución, por cuanto no había alma viviente en las calles, ni se divisaba otra luz que la de las estrellas, o la artificial de algunas casas que se escapaba por las anchas rendijas de las puertas cerradas.
Pararon de repente las mulas al trote en la esquina del callejón de San Juan de Dios y salió a espacio y con no poco trabajo de la calesa un caballero alto, bien puesto, vestido de frac negro abotonado hasta el cuello, dejando ver por debajo el chaleco o chupa de color claro, pantalones de carranclán de pie, corbatín de cerda y sombrero de castor con copa enorme y ala angosta. Por lo que podía distinguirse en aquella media luz de las estrellas, las facciones más notables del hombre eran la nariz, que tenía aguileña, los ojos bastante vivos, el rostro ovalado y la barba pequeña. El color de ésta y el del cabello, las sombras del sombrero y de las paredes alterosas del convento vecino, lo oscurecían tal vez sin ser negro.
—Sigue hasta la calle de lo Empedrado—dijo el caballero en tono imperioso, más bajo, apoyando la mano izquierda en la silla de la mula de varas—y espera inmediato a la esquina. En caso que diese la ronda contigo, di que perteneces a don Joaquín Gómez y que aguardas sus órdenes. ¿Entiendes, Pío?
—Sí, señor, contestó el calesero; quien desde que empezó a hablar su amo tenía el sombrero en la mano.
Y siguió al paso de las mulas hasta el punto que le indicó aquél.
El callejón de San Juan de Dios se compone de dos cuadras solamente, cerrado por un extremo en las paredes del convento de Santa Catalina y por el otro en las casas de la calle de la Habana. El hospital de San Juan de Dios, que le da nombre, y que por sus altas y cuadradas ventanas, siempre deja salir el vaho caliente de los enfermos, ocupa todo un lado de la segunda cuadra y los otros tres, casitas pequeñas de tejas coloradas y un solo piso, el de las últimas en particular más alto que el nivel de la calle, con uno y dos escalones de piedra a la puerta. Las de mejor apariencia de ellas eran las de la primera cuadra entrando de la calle de Compostela. Eran todas de un mismo tamaño, poco más o menos, de una sola ventana y puerta, ésta de cedro con clavos de cabeza grande, pintadas de color de ladrillo, aquélla o de espejo o volada y de balaustres de madera gruesa. El piso de la calle se hallaba en su estado primitivo y natural, pedregoso y sin banquetas.
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