Oro no parece: ¿plátano es?

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Oro no parece: ¿plátano es?
Fecha de publicación: 
1 Agosto 2018
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Las largas pestañas postizas ni siquiera se alzaron un poco para enfocarnos.

Sus ojos permanecieron imperturbablemente fijos en cierto horizonte distante, más allá del monitor de la computadora, de cualquier humano saludo.

Eso, mientras tamborileaba sobre el buró rítmicamente con unas uñas plásticas pintadas cual si fueran espejos.

Brillo en sus uñas, en su cuello guarnecido de doradas cadenas, en sus labios, en la sombra de sus ojos, en la tela de su blusa... brillo, mucho brillo.

Y en nosotras nada brillaba, no llevábamos ni una huérfana lentejuela.

Estaba acompañando a mi amiga y compañera de trabajo que necesitaba averiguar en el buró de turismo sobre posibles reservaciones para llevar a su anciana mamá de vacaciones.

Se trataba de la primera vez y no sabíamos; para colmo, tampoco llevábamos lentejuelas, ni pestañas postizas, ni cadenas, ni tacones. Éramos dos sencillas cubanas, sudando a mares y necesitadas de información.

«Dígame su correo y le mando lo que tengo», contestó la señora del buró de turismo sin desviar la mirada de su horizonte misterioso, sin intentar el más mínimo contacto visual y mucho menos con un pequeño, pequeñísimo esfuerzo por ayudar.

Cuando mi amiga intentó explicarle sus expectativas, la interpelada volvió a repetir: «Dígame su correo y le mando lo que tengo».

Quizás esa trabajadora tuviera una variada oferta turística que enviar, pero no podía mandar ni un adarme de respeto y amor al prójimo.

Al menos, no a todos «los prójimos y prójimas», porque cuando hizo entrada en la breve oficina una mujer que, como ella, relumbraba de tantos brillos y metales, se levantó nuestra interlocutora ¿? de su buró y fue al encuentro de la recién llegada transformada en una inmensa sonrisa.

No nos dijo ni hasta luego, ni permiso, ni... nos ignoró cual si fuéramos dos invisibles fantasmitas; no clasificábamos para su espléndida sonrisa, ni siquiera para una mirada suya de soslayo.

Y como fantasmitas nos fuimos mientras ambas braceaban en animado y cálido diálogo, donde se mencionaban opciones, fechas, precios, justo lo que hubiéramos necesitado.

Si fuera un hecho aislado, pensaría que era solo mala suerte. Pero días atrás, en la tiendecita de una cuentapropista que comercializa juguetes manufacturados, fui testigo de algo similar:

Una señora que observaba las mercancías —la única presencia en el local, además de esta redactora— preguntó a la vendedora el precio de una muñeca de trapo grandota y bien bonita. Preguntó una, dos, tres veces, y la aludida ni se daba por enterada.

A la cuarta vez, la interesada, con una jabita de mandados al hombro, le tocó el hombro y le preguntó si no la había escuchado.

La respuesta le llegó como saeta afilada: «Señora, yo la oí muy bien, pero usted ni volviendo a nacer puede comprar esa muñeca, que vale mil pesos».

Nos fuimos juntas sin proferir una sola palabra. Por el camino, la señora, con su jaba de mandados a cuestas, me comentó que acababa de vender la casa de su difunto padre y que «al menos ahora, hubiera podido comprarle, si quería, la tienda completa».

Pero nada en su apariencia brillaba, también andaba huérfana de lentejuelas, de dorados.

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