EN FOTOS Y VIDEO: Expedición al centro de Machuca

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EN FOTOS Y VIDEO: Expedición al centro de Machuca
Fecha de publicación: 
28 Marzo 2018
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Imagen principal: 

Fotos: De la autora

Los lomeríos de Machuca son tan hermosos, que por momentos valió la pena apartar la mirada del camino pedregoso para observar aquel asombroso paraje de la geografía cubana.

La realidad en esta zona montañosa de San Cristóbal, en la occidental provincia de Artemisa, superó con creces las historias contadas de antemano.

Justo al pie de la carretera, cuando nos disponíamos a escalar o bajar las montañas —por momentos uno o lo otro—, el encuentro con un campesino de la zona nos hizo dudar de la sensatez de aquella expedición al centro de Machuca.

«¿Ustedes están seguros de que quieren entrar? Son tres horas a pie por rutas difíciles», dijo el hombre sin conocernos, cuando se quitaba el sudor con las manos y acomodaba el saco de viandas que traía sobre sus hombros.

Olga Lidia, una nativa de Santa Cruz de los Pinos, un poblado de San Cristóbal, quien nos acompañaba en el empeño de llegar al intrincado lugar, nos miró con cierto desaliento, mas no se dejó vencer por las palabras de aquel desconocido.

Primero fango, tierra; luego piedras grandes, pequeñas, y de todos los tamaños, nos impedían avanzar con rapidez para ganarle tiempo al tiempo. Fueron más de tres horas y 15 kilómetros en una sola dirección.

Fatigados y cansados, buscábamos ansiosos la llamada «biplanta», pues cuando a este punto llegáramos, supuestamente ya estaríamos a mitad de camino.

La encontramos despintada, con una mata de chirimoya justo al frente de la fachada, y naranjas agrias verdes y maduras por todos los alrededores.  

Luego una casita, otra, otra, y por todos lados sembradíos de piña, hasta en las laderas de las montañas.

El silencio de aquel paraje, verdaderamente sorprendente, sucumbió frente a una música estruendosa que provenía de una vivienda solitaria, lo cual nos hizo percatarnos de que había corriente eléctrica.

A punto de atravesar por un riachuelo, pedimos agua a un matrimonio de campesinos de la zona. Él, al «mando» de una yunta de bueyes, prefirió hablar muy poco. Ella, amable como toda la gente de campo, más que calmarnos la sed, nos dio ánimos para continuar el camino.

¡Y al fin el campo de pelota!, del que también teníamos alguna referencia. Ya estábamos a pocos pasos de Machuca, cuando vimos a un hombre que atravesó el terreno en diagonal, al ver desde lejos gente nueva en el terruño. Algo le preguntamos, pero no respondió.

Era sordomudo. Se incorporó al camino y nosotros, tras él, esperando encontrar en cualquier momento el destino final. De pronto, el trillo se abrió como un horizonte y lo primero que vimos fue la bandera, ondeando de uno a otro lado como si fuera la reina del lugar; luego, el maestro, los niños, las mujeres, las pocas casas del batey. Y nosotros sin pronunciar una palabra. El cansancio nos había vencido.

Al fin y al cabo, no hizo falta una gran presentación. Entonces una vecina se apareció con una piña y una batidora en las manos, luego vino la merienda, el café. Y no hubo almuerzo, pues ya nadie nos esperaba.

El batey está situado en un llano, adornado de montañas, y allí solo están la escuelita, la panadería, el consultorio médico y la sala de televisión, que no se utiliza porque no llega la señal.

El maestro vive en la propia escuelita. Allí llegó hace 19 años; después —de un poblado cercano— trajo a la esposa, y con los años vinieron los hijos. De aquí —dice— «no me iré nunca por los niños», comentó emocionado, a pesar de que gran parte de su familia le anima a abandonar Machuca.

Dos horas después, el retorno fue riesgoso, en un camión inmenso, con unos vaivenes impredecibles y angustiosos. Transportaba a algunos trabajadores de la Empresa del Pan que ese día, desde la mañana, estaban allí arreglando y pintando la panadería. Casualmente, era el «carro» que había entrado minutos antes de que nosotros llegáramos al punto inicial de la carretera hacia Machuca.

Entre tantos miedos, yo tenía la certeza de que «hubiera sido preferible volver a pie». En tanto, Olga Lidia no dejaba de observarme, como para no ver lo que ocurría a ambos lados del paisaje. El peligro de caer por aquellos precipicios era real.

En la llamada «cama» del camión, sentada en un taburete a merced del viento y del frío de la tarde nublada, trataba de pensar en la crónica que debería escribir. Entonces muchas escenas vinieron a mi mente: la bandera ondeando, la sonrisa de los niños jugando con una pelota y una chivichana, la cordialidad de los pobladores de Machuca y, sobre todo, esa dulzura del maestro que no piensa abandonar ese lugar inhóspito y solitario, de muy difícil acceso, gracias a ese corazón grande que le hace pensar en los demás.  
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Bellos paisajes depara el camino hasta Machuca, en la occidental provincia de Artemisa.

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Mis compañeros de «viaje» en un comienzo, aún con sobradas energías.

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Sorprendente geografía.

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Sembrados de piña por doquier.

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Calmar la sed para continuar el camino.

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Riachuelos como este abundan en la zona.

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Esta bella casita de campo adorna el camino que conduce a Machuca.

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¿Y en qué campo faltan los bueyes?

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El terreno de pelota donde todas las tardes se reúnen los muchachos, bajo la guía del maestro.

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El maestro Alexis Graverán Varela, el héroe de esta historia.

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La escuela (multígrado) Pablo de la Torriente Brau, con una matrícula de solo cinco niños.

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Consultorio de Machuca; a la izquierda, la joven doctora, quien cumple allí su año de servicio social.

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Sala de televisión, ahora sin ser utilizada por dificultades en la señal.

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El maestro es también el delegado de la zona y el promotor cultural. Ah... y un magnífico vecino.

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El fútbol, otra pasión en Machuca. Atrás, los visitantes, unos minutos antes de la partida.

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¡Y para que no queden dudas de la difícil travesía! Piedras por todos lados.    Foto: Agustín Borrego

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