Carlos Enríquez en el Hurón Azul, 60 años después

Carlos Enríquez en el Hurón Azul, 60 años después
Fecha de publicación: 
2 Mayo 2017
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Su salud había decaído y encontró refugio y consuelo en la casa de Párraga, alejada del mundo y de todo el movimiento y el ruido de La Habana.

Todavía medio escondida entre el follaje, al final de una callecita empinada y tras una cerca azul de madera, sobrevive con terquedad al paso del tiempo su morada: el Hurón Azul.

La familia del artista quiso aislarlo -hay quienes dicen que para cuidar su salud y alejarlo de los vicios- y le cedió un terreno en Párraga, localidad en las afueras de la capital, donde construyó una sui géneris vivienda.

Un domingo cualquiera podían encontrarse allí, en la pequeña casa blanca y azul, Félix Pita, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Marcelo Pogolotti, René Portocarrero o Fidelio Ponce de León... para hablar de la vida y la creación.

Parecida a una diminuta estación de trenes -como las que Carlos Enríquez vió en Pensylvania- una anacrónica chimenea sobresale sobre el techo a dos aguas y de tejas de barro.

Grandes ventanales enrejados y el vitral colorido de un arco de medio punto destacan entre el peculiar diseño de una casa construida casi en su mayoría con materiales de segunda mano.

Un grupo de mujeres retozan en el mural sobre la chimenea, uno de los pocos que se conservan del pintor.

Más allá, una puerta lateral conduce a otra reducida estancia y allí, sobre el zinc de la puerta del baño, quedó plasmada para la posteridad la francesa Eva Frejaville. Ahora, la imagen de su cuerpo desnudo se conserva en el Museo Nacional de Arte Cubano.

Arriba solo hay una minúscula habitación con ventanas de cristal que permiten abarcar de una sola ojeada los campos alrededor. Los peldaños de la escalera conservan unas huellas blancas, envueltas en el misticismo y la fabulación.

En el Hurón Azul, Carlos Enríquez no solo pintó, también escribió las novelas Tilín García, La vuelta de Chencho y La feria de Guaicanama.

Antes de hacerla un museo, ya casi toda la barriada de Párraga conocía la historia de aquel lugar donde vivió un 'hombre medio loco que pintaba mujeres desnudas'.

El 21 de mayo de 1987 abrió al público como museo, para regocijo de quienes creían perdida la casa que habitó Carlos Enríquez los últimos 18 años de su vida.

Con su habitual profusión de colores en los trazos y su pasión por las transparencias, el artista plasmó una sensual visión de lo cubano acompañado por el recuerdo de los campos de su niñez, en el poblado natal de Zulueta, en el centro de la isla. Sus imágenes perseguían casi siempre la osadía de atrapar el movimiento en el mundo bidimensional de un cuadro.

Apegada al surrealismo como doctrina estética, la pintura vanguardista de Carlos Enríquez (1900-1957) escandalizó a muchos y algunas de sus obras fueron excluidas de las exposiciones debido al rechazo de académicos y moralistas.

No pudo ir a la última de sus exhibiciones programadas, en la Editorial Lex, y que luego inauguraron unos meses más tarde, como homenaje póstumo.

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