La metamorfosis de Aurika

La metamorfosis de Aurika
Fecha de publicación: 
11 Enero 2017
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«¡Cooompro lavadoras rusas!, cooompro lavadoras rusas!»

El pregón resonó un amanecer en este año que recién gatea.

Probablemente, no exista otra latitud en el planeta donde pueda escucharse anuncio similar, y mucho menos entonado a voz en cuello antes de las 9:00 de la mañana de un domingo.

Pero no por gusto el realismo mágico empoza con decisión en este punto del Caribe.

Qué descubrimiento del hielo ni qué búsqueda de la piedra filosofal o de oro en el fondo de un caldero prieto; hay que ver lo que puede hacer un cubano con el motor de una lavadora Aurika para entender lo que es la magia.

Los nacidos después de los 80 no supieron lo que significaba la llegada de ese electrodoméstico a una casa cubana, y, sobre todo, del proceso que antecedía al triunfal arribo: asambleas de trabajadores en que la gente se ponía bien intensa, con tal de que le fueran reconocidos los méritos suficientes para obtener el bono que permitía adquirir la salvadora lavadora.

Pero ese no es el caso. Porque si bien en los años 70 y más, el ronroneo de las Aurikas —muchas veces maullidos o rugidos más que ronroneos— era símbolo de bienestar y lavado resuelto, luego esos aparatos fueron volviéndose, muy de a poco, obsoletos.

Claro que el tránsito fue lentísimo, al punto de que todavía por ahí existen lavadoras de esas dando la talla por su perseverancia y resistencia, como los habitantes de esta Isla. Porque aunque descuartizaban las toallas y deshilachaban una buena parte de las prendas de vestir que caían entre sus paletas, lo cierto es que tenían la dureza y aguante de un tanque de guerra ruso.

Tanta fortaleza las distinguía, que hoy siguen negándose a abandonarnos del todo. Aunque no ya como lavadoras propiamente, sus recios motores continúan rotando en nuestros días.

Ya no muelen ropa, pero, por ejemplo, muelen masas de coco o maíz. Se les puede ver haciendo girar las aspas de un ventilador criollo —que, como fantasma, camina solo por todo el cuarto—, de una pulidora, o impulsando agua hasta tanques en pisos elevados.

A los motores de las Aurika, los de la secadora y los de la lavadora propiamente, se les encuentra en pequeñas sierras de carpintería, con cortadoras de azulejos, rotando junto a la piedra de esmeril del amolador de tijeras o del cerrajero que fabrica llaves, o del zapatero que perfila la suela; en cortadoras de césped, en batidoras que a gran escala hacen pulpa de frutabomba o tomate.

No solo el motor sobrevive, otras partes de la Aurika igual colorean la cotidianidad del cubano: el tanque se ha usado para almacenar agua o para enfriar, a modo de nevera, los refrescos del cumple o las cervezas de los quince. Algunos decidieron criar peces en su metálico interior, por no hablar de quienes optaron por convertirlo en un horno para cocinar con carbón.

A la tapa se le ha visto arribar a dulcerías y panaderías para posar sobre ella, previamente «vestida» de papel, el gran cake de la fiesta, y también ha servido de soporte para más de un juego de dominó, en tanto a la secadora se le convirtió en macetero.

Las lavadoras Aurika son, sin duda alguna, el equipo más modificado en esta Isla. Hubo hasta quienes las emplearon para darse hidromasajes en piernas y brazos adoloridos. No en balde su nombre puede recordar otro vocablo: áurica, que significa «de oro».

Tan persistentes han resultado esos equipos, que hoy pueden encontrarse anuncios como este: «Se vende lavadora Aurika, de uso, cortada (sin secadora), pero en perfecto estado de funcionamiento».

Desde las sofisticadas tecnologías para el lavado de ropa que hoy existen, algunos las miran con desdén o burla, pero ellas siguen ahí, tercas, perseverantes, igualito que los cubanos y su ingenio.

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