La hora de la telenovela
especiales
Para casi todos los cubanos el recuerdo del año 1993 se antoja como una pesadilla. La depresión económica nos despertaba de un letargo. El campo socialista había desaparecido y sin su apoyo la isla se había desprendido del fondo y era un como un bote a la deriva en un océano oscuro.
Todo faltaba y las necesidades sobraban. Era la época en que una hamburguesa y una jarra de refresco en una cafetería era casi una prebenda controlada por carné de identidad. Recuerdo a una madre llorando una tarde por no tener qué cocinar para la comida. Recuerdo mis amigos del preuniversitario vistiendo con muy poco, a mis familiares adelgazar. Me recuerdo en el aula con los zapatos completamente deshechos, con los pantalones gastados.
Una época triste. Se trataba de que todos tuvieran la misma posibilidad. Como no había combustible, teníamos una escasa ración de electricidad al día. Apenas seis horas. A veces teníamos corriente eléctrica por la mañana; a veces por la noche, según el plan de distribución. Y esa situación generó un fenómeno inolvidable para mí. No importaba a quien le tocara “la luz” en la noche. Todos los días, de la zona oscura salían familias enteras, casi todos con un objetivo: llegar a la casa de un familiar o un amigo con el privilegio de la electricidad, y poder ver la telenovela. Al día siguiente el flujo era al revés. En la capital –me cuenta mi amigo Antoine– los que estaban a oscuras podían escuchar los capítulos por teléfono haciendo una llamada a los que esa noche tenían el privilegio de la luz, quienes colocaban el auricular ante la bocina del televisor. Al día siguiente, por la mañana, las emisoras nacionales trasmitían un resumen del capítulo.
Prácticamente no había más entretenimiento en la semana. En las ciudades de provincias las funciones en teatros era casi inexistentes; apenas se proyectaban películas en los cines; la televisión transmitía muy pocas horas, y los programas, cada vez más pobres, se hacían con lo que iba quedando de una época mejor. Pero ese año no faltó en las pantallas domésticas la oferta de dos telenovelas: Vale todo, de Brasil; y la cubana Pasión y prejuicio. Creo que la gente de mi ciudad se movía más por la historia de amor de Marcos y Beatriz que por el ascenso vertiginoso de Raquel Accioli. La hora de la telenovela fue casi el único reducto de entretenimiento de muchas familias.
Hay todavía quien habla de la esterilidad de la telenovela. Pero cuando un producto cultural produce una estrecha comunicación con las personas no puede ser inútil, digno de desaparecer.
La telenovela es nuestro encuentro con el melodrama, –un género dramático válido como los otros– y la novela por entregas, enriquecida por el desarrollo de la radio y del cine. No ofrece el reflejo inmediato de la realidad, sino una estilización del mundo en un universo ficticio y posible, recreado para encantar. Su éxito comunicativo quizás se deba a que su exposición dramática recuerda la llaneza de los antiguos retablos de guiñol: los malos, opulentos y torcidos, apalean a los buenos, pobres y fieles a su pureza. Un día los buenos vencen y los malos son castigados.
Los villanos de las telenovelas son la representación, no de una mala persona, sino de todos los males que los seres humanos enfrentamos. En el retablo, el villano y la villana representan el hambre y las enfermedades, la guerra y la muerte. Ellos son los aliados de la total asolación y, por tanto, punto imprescindible en una lucha simbólica. Ante estos retos los buenos tienen que imponerse y crecer hasta vencer. La moraleja es simple, repetida, pero gratificante. El público queda reconfortado al asistir a un mundo en el que la justicia siempre se impone.
La mayoría de las telenovelas promueven taras reaccionarias como el machismo, el individualismo y una imperiosa necesidad de poder y riqueza. Sus presupuestos estéticos son cuestionables, en algunos casos deplorables. Pero también, aprovechando su amplio alcance comunicativo, han puesto a debate asuntos trascendentes como la necesidad de profilaxis médicas, la lucha contra las drogas y el alcoholismo, la aceptación de las diversas orientaciones sexuales y razas, la necesidad del voto, la defensa de los derechos de los desposeídos. Algunas telenovelas han puesto a un país a saldar cuentas pendientes de su historia, que es una manera de sanar una sociedad.
La telenovela es sólo un formato de dramatizado para la televisión. Es nociva o dignificante según en manos de quien esté. Ha sido la manera más mediática en que se ha expresado el sentimiento de nuestros pueblos en todos los sentidos. Pero esos desfiles de melodramas pueriles que día tras día se suceden en las televisoras empequeñecen y anula, distorsiona el gusto del público. Las telenovelas han sido aupadas en pos de los ingresos capitalistas de las grandes empresas. Pero los géneros dramáticos, los formatos de televisión, no pertenecen a nadie.
A nivel familiar, el momento de la telenovela es cuando todos buscan reunirse porque un capítulo no se disfruta igual si se ve en soledad. Allí confluyen, quizás por única vez en el día, padres e hijos, familiares y vecinos. Todos se emocionan, se ríen a la vez. Es un momento cotidiano de disfrute compartido. Incluso se llega a discutir un tema complejo. Con la novela transcurriendo al fondo, se conversa del día que hemos tenido, del problema que hubo en el trabajo, la escuela, o en el barrio, sin que se pierda atención sobre los sucesos rocambolescos de la pantalla. Son historias e imágenes que nos acompañan en la sobremesa. La vida real y la ficticia convergen en el tiempo y, aunque parecen paralelas, pueden unirse en el espacio. ¿Cuántas historias verídicas pueden dejar deslucido al melodrama de turno? ¿Cuántas telenovelas no nos han tirado a la cara, y de repente, el conflicto existencial que nos cuesta resolver? ¿Alguna vez no nos reconocemos, o definimos a nuestro acompañante en el proceder de un personaje?
Los cubanos no han estado bajo la influencia de la telenovela como el resto de Latinoamérica. Si nos pusiéramos a comparar, en Cuba se ha visto muy poco, pero de lo mejor. Pero el cubano, en sentido general, gusta de las telenovelas. Eso se nota en las conversaciones en la calle, en los apodos inspirados en personajes de novelas que las personas se aplican en centros de trabajo y estudio, hasta en la música, cuando se parafrasea el tema de presentación de una serie, o se mencionan a personajes, en los estribillos de las canciones bailables. Es una tradición que las enfermedades del verano sean bautizadas con el nombre del villano de turno. Un negocio particular de comida en Cuba es llamado Paladar, como la empresa que fundó la heroína de Vale todo después de vender sándwiches en la playa de Copacabana.
Durante mucho tiempo tuvimos sólo una novela al día. Era un momento esperado, en el que prevaleció el dramatizado nacional. Se asistió a todo un ciclo de novelas llamado Horizontes, regido por la escritora Maité Vera; fueron versionadas novelas de la literatura cubana e internacional; se elaboraron guiones originales que abordaban nuestra realidad desde una perspectiva casi tan utópica como la del melodrama más rancio. Muchos recuerdan aún títulos como El viejo espigón, La joven de la flecha de oro, o Rosas a crédito. También resuenan Un bolero para Eduardo, y las recientes Las huérfanas de la Obra Pía, Al compás del son y La cara oculta de la luna, todas manifiestos mixtos más o menos felices, entre la realidad, la historia, y el universo melodramático que demanda la telenovela convencional. Hay una mayoría que ha sido olvidada por su poco calado en el público, por su mala puesta en escena.
Es significativo que las novelas más recordadas hayan sido las más fieles al formato telenovelesco. Muchos hablan de Tierra brava, pero nadie ha olvidado a Sol de batey, la leyenda de las telenovelas cubanas. Hace casi treinta años, en esta novela se estaba discutiendo asuntos como la fidelidad a la tierra, la necesidad de la libertad, la entereza del sexo femenino, la igualdad de las razas. Con éxito, Sol de batey enfrentó a los cubanos con los desmanes de la colonización, los crímenes de la esclavitud. Los emocionó hasta las lágrimas con los sacrificios realizados por la protagonista. La villana alteró a más de uno. A pesar de su compromiso latente, nadie pensó que estaba asistiendo a una clase política. Un fenómeno parecido ocurrió con Pasión y prejuicio. A pesar de que la técnica y los conceptos televisivos se han perfeccionado, y la telenovela ha desarrollado presupuestos menos fieles al melodrama puro, esas dos novelas todavía son ejemplo de calidad y compromiso, por ser productos bien pensados y armados de manera desprejuiciada.
Aunque el año 93 sea un feo recuerdo de una época que nos cambió, nuestra televisión continúa manejando pocos recursos. Estamos en un momento complejo, de cambios profundos; hay necesidad de confrontar y discutir. Contando con solo un espacio, nuestras telenovelas se han alejado del melodrama convencional para contribuir al debate nacional. Algunas lo han logrado con éxito. Otras merecen el olvido.
La telenovela cubana es hoy un producto híbrido, más o menos feliz, entre la serie realista y el melodrama convencional. Eso ha desorientado a muchos: “Eso no pasa en la vida real…”dicen unos. “Si eso es lo vivo todos los días ¿para qué lo ponen cuando uno quiere desconectar?” se oye de otros. Quizás algún día la oferta se diversifique, y coexistan la serie fiel a nuestros problemas más inmediatos, a nuestra complejidad histórica y, en un horario temprano, la telenovela que entretenga con peripecias sorprendentes, que nos regrese el placer sencillo del entretenimiento puro. Mientras mejores tiempos llegan, seguiremos asistiendo a nuestra peculiar hora de la novela.
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lazaro
Dario119
Dario119
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