"Lo otro"
especiales
Eso otro que quieras o no está ahí, coexistiendo contigo, cruzándosete en tu trayecto, dibujando pena en tu rostro y desesperanza en tus calles.
Lo otro podría ser un perrito abandonado, un vertedero que corta la respiración, un salidero de esos que te salpica los pies con agua de no se sabe dónde, en fin, cualquier cosa. Ahora, uno no imagina que dentro de esa categoría, en “lo otro”, también se hable de gente, personas que por su aspecto y modo de actuar ya no entran en la lista de cosas bonitas y agradables de esta vida.
Como si andar divagando de día o de noche por las calles de la Habana, pedir dinero teniendo un hogar que espera por ti con un plato de comida caliente sobre la mesa o enfrentarse a quienes te encuentran apestoso o violento, y se alejan al verte, fuese una elección de aquellos que, solos o acompañados, cargan su cruz como mejor pueden.
Mi vecina Olga
Olga mi vecina no lo eligió. Digamos que le tocó como castigo por haber sido una mulata alegre y bonita que trabajaba en el aeropuerto, ganando su platica y sacando adelante a su hijo.
Como si Dios tuviese un plan para todos y el suyo no hubiese estado muy bien pensado. O por azar del destino. El caso es que, años atrás, Olga debutó con una esquizofrenia y a partir de ahí, adiós Lola.
Ya hoy Olga no es ni la sombra de lo que fue. Yo no la vi en sus mejores años, pero la observo hoy y no imagino siquiera si llegará a sus peores. El verla en cada cafetería del barrio pidiendo menudito, el pasarle por el lado y escucharla hablando consigo misma, el ver lo sola que está y lo mal que vive me mortifica. Me aflige porque no puedo hacer nada, y lo peor, sé que nadie puede.
Ella no eligió vivir así y tampoco puede cambiarlo. Olga tiene sus momentos de lucidez, es más, podría decirse que ella no está demente porque una mujer que hace sus mandados, se ocupa de su casa y se mantiene a salvo sin dañarse a sí misma ni a quienes le rodean no puede estar loca.
Incluso su enfermera del médico de la familia (que es mi enfermera también) me cuenta que Olga -en sus mejores y peores etapas- no deja de acudir al consultorio con regularidad a hacerse la prueba citológica y que además se sorprende de saber que es una de las féminas del vecindario con mejor higiene.
Sin embargo, cómo explicar que una mujer que cuida su salud, no molesta a ninguno de sus vecinos y se sostiene a sí misma -con ayuda del estado- no asuma que su hijo Yorday falleció hace unos meses con 21 años a causa de un infarto.
Yo, como todos, la vemos conversando aún con su hijo, a cualquier hora, con el televisor y las luces encendidas como si estuvieses frente a una charla hogareña entre una madre y su hijo, un hijo que ya nunca regresará a casa.
Cuando te acercas a Olga y le preguntas por Yorday lo mismo te dice que está durmiendo, o que anda escondido porque se metió en problemas y no quiere que le encuentren, o que si los terroristas, los extraterrestres, etc. Todas incoherencias si atendemos a que su hijo ya no está entre nosotros. Pero ¿quién le dice a Olga de Armas que no es asi? ¿Quién?
Nadie. Como mismo no podemos ayudarla, tampoco sirve de nada empeñarnos en hacerla entrar en razón. Olga va a seguir siendo la misma. Continuará comprando en la misma bodega que yo, yendo al policlínico y saludando a sus vecinos como si nada pasara cuando en realidad todos sabemos qué sucede, todos menos ella.
Y mejor que asi sea, ya bastante tiene Olga.
La viejita del bastón
De esta otra señora solo sé lo que vi. Para hablar de ella acudo a mi recuerdo, a mi memoria, a unos ojos que presenciaron la escena bien temprano en la mañana y que no dejarían de darle vueltas al asunto hasta bien tarde en la noche.
Y es que -como de costumbre- una mañana salía hacia mi facultad, iba escuchando música y de pronto tropecé con una anciana, de esas con bastón que salen en las películas, la típica viejita. Iba hablando en voz alta y como yo era quien estaba más cerca me quité los audífonos (quienes me conocen saben cuánto me cuesta) y le pregunté: ¿qué usted dice?
Tenían que haber visto el modo en que esa anciana arremetió contra mí. Bastón en mano -que en ese instante parecía metralleta- se me acercó y si no me quito me pega.
Asi que me aleje, seguí mi camino, triste y molesto al mismo tiempo, triste por ella, y molesto por mí, pensando en lo fácil que es salir perjudicado por intentar ayudar a quien no quiere ayuda.
La ancianita pudorosa
Martha es amiga de mi madre. Ella trabaja cuidando a una anciana, a una señora que vive como una reina y no carece de nada. Su hija está con ella y la mima en todo, pero necesita trabajar y para ello contrató a Martha.
Martha le hace todo a la señora. La baña, le da de comer, le cambia el pañal… es su niñera. Y aún así -para la anciana- es como si su nana fuese una nueva persona cada día.
Aurora, la viejita que siempre huele a colonia, ve en Martha a esa compañera de juegos que viene a divertirse, no a cuidarla.
Entre los divertimentos, el preferido de Aurora (no asi de Martha) es el del cambio de culero. Cuenta Martha que Aurora es toda felicidad a esa hora y que a veces al cambiarla la bebabuela siente pudor y le ordena cerrar puertas y ventanas porque teme que alguien vea sus partes íntimas.
Ahí no queda todo. El otro día Martha fue a cambiarla y la dejó un momento sola- desnuda dentro de la habitación- para ir por un poco de agua. La TV estaba encendida, Canal Habana a todo dar. Cuando regresa al cuarto y se dispone a cambiar la ropa interior de Aurora, esta le dice:
-“Mijita apaga el televisor porque ellos me vieron y se están burlando de mí”.
Para que vean. A esa edad aunque se olviden nombres o se sustituyan por otros y se creen personajes ficticios hay cosas que no se pierden.
Paco, el gallo de este gallinero
Paco es otro de mis vecinos. Tiene unos 50 y tantos años y vive con su mamá desde niño. Nació con un ligero retraso mental que de haber sido tratado a tiempo hubiese podido controlarse, pero su madre se resistió a internarlo en una escuela especial por temor a que este fuese maltratado.
Ella no quería que Paco fuese diferente. Por eso prefirió aislarlo de todo y de todos y criarlo por su cuenta a base de medicamentos. Al elegir esto pensaba poder sobrellevar esta situación ella sola pero dañó todavía más la salud mental de un hombre que hoy por hoy no sabe cómo interactuar con el medio que le rodea.
Cada cierto tiempo Paco cae en crisis, se ha convertido en un sujeto agresivo y quien paga los platos rotos es su madre. Los vecinos se han quejado de él. Y es que Paco golpea a su mamá que ya es una anciana.
Entonces, a esta señora solo le queda amarrarlo para evitar que le agreda y de vez en cuando encerrarlo en casa para que no lastime a nadie en la calle. El miedo de una madre de convertir a su hijo en alguien disfuncional hizo de Paco un gallo que no sabe cantar.
…
Alejar a quienes no están en sus cabales no es el remedio. Darles total libertad para que anden a sus anchas tampoco. Una sociedad que envejece a un ritmo cada vez más acelerado no puede excluir a un ser humano solo porque este haya perdido el camino hacia la razón.
Quizás si entendiéramos eso entonces esas desgracias ajenas que entristecen, nos nublan el día y nos afectan, inevitablemente, ya no serán vistas del mismo modo.
Lo otro existe. Lo otro también cuenta. El convivir con eso y aceptar que la vida es cíclica y que los que eran unos hoy serán otros mañana es un reto difícil, pero no imposible.
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