Un congreso como síntoma del país

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Un congreso como síntoma del país
Fecha de publicación: 
10 Abril 2014
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Hace cinco años, en las sesiones que se produjeron en el Palacio de las Convenciones de La Habana, muchos de los delegados aspirábamos a ver cómo la Unión de Escritores y Artistas de Cuba no solo se reinventaba tras un largo tiempo sin diálogos de ese calibre; sino que también confiábamos en la capacidad de una nueva dirección para poner en sintonía lo que la UNEAC significa, con la realidad de un país que tenía que reformular el concepto de la palabra “cambio”.

En aquel Congreso, que algunos rememoran por una intervención de Eusebio Leal que debió haber servido de pauta a muchos otros debates, se concentró la mirada en problemas candentes, como el estado de nuestra educación, y se apuntaron otros que deberían haber seguido en la agenda visible —no solo de la UNEAC—, que sin embargo no siempre lograron mantenerse a la vista según lo anhelado. El VII Congreso reactivó la Directiva de la organización, movió nombres y cargos, y se convirtió en el pórtico de un período de prueba que tendría que demostrar no solo la pertinencia de otros modos de canalizar conflictos y hallazgos en pro del arte cubano; al tiempo que confirmaba la primacía de la UNEAC en tanto espacio esencial de confluencias para la intelectualidad cubana, como una plataforma desde la cual nuestros creadores podrían intervenir, sugerir, proponer y esclarecer cuestiones de una política cultural que nos mantuviera al habla con las principales figuras que manejan las claves de la Nación. La llegada del VIII Congreso deja ver lo conseguido y lo que no. Y al decir esto no me refiero solamente a lo que la propia UNEAC ha hecho perdurar como vida orgánica, sino también, lo que en términos de intercambio y demanda, deberíamos tener en tanto parte de una sociedad frente a esas otras voces.

Los tiempos han cambiado, y esa perogrullada que se repite parece no siempre lanzar la debida onda de choque en el pensamiento de quienes deberían ayudarnos a encontrar la debida frecuencia para que, desde nuestros sitios, tal verdad nos deje crecer y operar mediante nuevas estrategias. En el momento de su fundación, la UNEAC poseía un rol que casi ninguna otra entidad podía discutirle. En los años 90, al desatarse el mercado, al desmoronarse ciertas utopías y sobre todo, al activarse zonas de relativa independencia en espacios y comercio como la música, las artes plásticas y ciertas zonas de lo literario, el panorama cambió. Se fundan otras instituciones, se flexibilizan becas y patrocinios, al tiempo que se difuminan ciertas jerarquías, y comienza a imponerse, a veces, la política del “sálvese quien pueda”. Reorganizar desde la UNEAC una zona de protección en momento tan arduo, es una intención que aún no se ha consumado como ciclo, porque los años, más allá del dudoso período de tiempo que abre o cierra el Período Especial, han traído su efecto dominó, desatando aún cambios mayores, otros distanciamientos, y zonas intermitentes de diálogo y silencio alrededor de temas como la raza, la propia política cultural, la memoria de nuestra tradición artística y su relación con el exilio, y las ya tan sobadas y abusadas miradas a ciertas diversidades que pueden terminar degenerando en un vacío llamado a la tolerancia; que no siempre han sido asimiladas con organicidad a lo largo de estas décadas, sacudidas por vaivenes en los que hemos sido muchas veces testigos o víctimas, y no siempre convocados para proponer alternativas que pudieran paliar lo más complejo y escabroso de esas y otras discusiones. A la altura de estos días, con el VIII Congreso a la vuelta de la esquina, una pregunta se impone: ¿es válida la idea de la UNEAC como frente de la vanguardia artística cubana, en relación con el país que somos ahora y el que seremos, más allá de la bondad, las nobles intenciones, y la necesidad de mantener ciertos discursos a fin de no perder la dirección donde otros solo ven opciones de caos?

Quiero dejar por sentado que mi respuesta a esa interrogante es positiva, a pesar de lo mucho que pueda discutirse y reclamar a la propia UNEAC respecto a lo que podríamos esperar de ella. Lo que me hace enunciar la pregunta es, justamente, la ausencia de la misma en los foros donde, aunque algunos la piensen como punta de partida hacia lo que esperamos del Congreso, pocos la verbalizan. ¿Cuál es la capacidad real de acción e impacto de esta Unión en debates que pueden sucederse fuera de ella, aunque toquen de algún modo a los artistas e intelectuales cubanos: medidas aduanales, precios de autos y conexiones, etcétera? ¿Cómo se maneja dentro de su propio discurso una hoja de valores que nos permita saber por qué se distingue a uno de sus miembros, mientras se le celebran homenajes y cumpleaños a otros cuya obra no está a la misma altura? La desaparición física, durante el 2013, de varios nombres importantes de nuestra cultura, debe servirnos no solo para lamentar sus fallecimientos, sino para comprender que ya toca a otros asumir responsabilidades en términos de relevo que no han sido previstas, o que corren el peligro de ser suplantados, que ni siquiera sustituidos, por figuras que no siempre traen consigo los proyectos que permitan ahondar en lo que esos maestros nos dieron, al tiempo que elevarlos a una nueva dimensión. La relación con los jóvenes artistas es un punto álgido, que fue parte de algunos temarios del VII Congreso, y que sin embargo no apunta ahora como uno de los esenciales. Tal vez porque otros temas sean más urgentes, según algunas perspectivas. Y entre esos, qué duda cabe, está la economía. Y no solo hablo de la economía de la cultura.

El país que se avecina, el que se deja ver detrás de las fechas del Congreso, va siendo discutido y profetizado desde un concepto económico que deja a muchos en una zona de duda. ¿Cómo relacionar cultura y mercado en ese porvenir que se nos dice tan cercano? ¿Cómo proteger al artista que no esté debidamente informado de los nuevos deberes, de las nuevas tasas, de los nuevos códigos que necesitará su obra para hacerse visible en ese contexto? ¿Cuánto entendemos, y cuánto no, de lo que desatarán esas medidas, muchas de ellas ciertamente impostergables, en un quehacer donde, desde no pocas instituciones, ha primado el paternalismo, y donde no siempre lo más renovador e inquietante de nuestra cultura, es lo privilegiado? En todo ello, ¿cómo dejar al artista y al intelectual de la Isla promover sus ideas y su obra en espacios donde el acceso a internet, redes sociales, y otros nuevos medios sigue siendo tan restringido? Quisiera creer que la UNEAC se entiende a sí misma no solo como espacio que cobije a sus distintos asociados desde un gesto que implique garantía en lo que ya tenemos o decimos garantizado, sino que sea capaz de ahondar y profundizar en otros módulos de promoción de la cultura cubana, según el cariz de estos tiempos, sin que ello implique reduccionismo ni estrecheces mentales con respecto a esas nuevas herramientas. La batalla ideológica es inevitable, pero coartarla desde posicionamientos cerrados y abroquelados desde la excusa de no dejar ver nuestras heridas y contradicciones, es un error que ha traído consecuencias nefasta, y que, como piedra de Sísifo, cargamos una y otra vez. Creo imprescindible contar con los artistas e intelectuales cubanos en las confrontaciones que los aluden, aunque a veces nos enteremos de las mismas cuando ya estas terminaron.

También para eso debe servir la UNEAC, en un momento donde, por ejemplo, cómo proteger la creación de audiovisuales independientes y garantizar su difusión en nuestros cines cada vez más reducidos, en la televisión cada vez más enlatada, o en foros extranjeros a partir de la calidad y veracidad de los mismos, debiera tener defensas legales y patrimoniales que no siempre están claras. Activar editoriales y publicaciones online, concebir lo teatral más allá de los espacios convencionales o los límites de esas mismas convenciones, tener en esta entidad verdaderos representantes de nuestros currículos que nos ayuden a una promoción auténtica, son cuestiones urgentes que también implican cambios en políticas de pensamiento, y menos recelo cuando de establecerlas se trata.

El VIII Congreso ha tenido en las últimas semanas un cubrimiento informativo que lo ha hecho visible, pero que en su mayoría intenta difundir la idea de una entidad en la que algunas de estas cuestiones no siempre han ganado la dimensión que se quisiera. Ya habrá que luchar con la incomodidad que representan los breves días que tendrá el evento para abordar su agenda, muy reducidos en claro contraste con otros congresos recientes, que han podido desplegar sus sesiones y plenarias en más jornadas que las que tendremos entre el 11 y 12 de abril. A través de spots televisivos (esta vez sobre la base de una identidad gráfica para el Congreso mucho más eficaz que la que tuviera el VII), y en las últimas semanas mediante un programa de televisión, se habla de la cultura, de la UNEAC, de la validez de su permanencia. El punto de fuga está en eludir los espacios de conflicto, en llevar a esos espacios a personalidades que a lo largo de la preparación del evento no han estado tan enteradas ni activas dentro de sus comisiones, y en no reconsiderar que también el debate está más allá de las puertas mismas de la institución.

Si se me preguntara qué Congreso quisiera yo que fuera este, diría que uno que nos permita establecer verdaderas conexiones entre el rol de la UNEAC, su vida orgánica, su peso en tanto voz hacia ciertos espacios públicos, y la realidad de la Nación. No desde una posición que asuma cómodamente lo que ya sabemos, sino que proyecte todo eso en una dimensión aún más tensa y provechosa.

A lo largo de estos cinco años no han faltado las iniciativas útiles que nos han convocado en la sala Villena o en la Guillén, a nombre de la UNEAC; al tiempo que nos preguntamos por qué se repiten prácticas y conceptos que desde el Congreso pasado, cuando menos, debieron haber sido renovadas o sustituidas. El Congreso debería establecer un puente más firme entre los que hacemos la cultura y entre quienes nos piensan desde otros estadíos y promueven cierta idea de la cultura. La prensa, la televisión, siguen siendo mecanismos de promoción pasiva, que repiten tópicos, estereotipos, y parecen cubrir cada año con las mismas palabras de mucho tiempo atrás ferias, festivales, concursos, etcétera. La cultura, como acto vivo, late más allá de esas evidencias tan palmarias. Y la UNEAC debería hacer sentir su peso en la procuración de esas nuevas jerarquías, de esas nuevas posibilidades, que se ganan desde el debate y el diálogo, sustentado en un orden de respeto mutuo que a veces se nos escurre, cuando de enfrentar a quienes poseen criterios se trata. El rol del artista nace siempre de la incomodidad, de aspirar a mayor número de libertades, en considerarse a sí mismo no solo como un espectador.

En ese Congreso por el que tal vez alguien me preguntaría, no me gustaría ser un espectador, sino parte de un número mayor de voces que, a partir de lo ganado, pensemos en un país donde la cultura sea síntoma de futuro.

*Escritor, crítico y teatrólogo cubano.

(Tomado del sitio del Congreso de la Uneac)

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