OPINIÓN: La belleza, ¿por encima de todo, de todos?
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La serie es hoy uno de los principales medios de la manipulación de masas. Un ejemplo reciente 'Milei - La Serie', que se transmite a través de X, la red social que Milei utiliza como su principal canal de comunicación personal y también, puede seguirse a través de YouTube.
“Yo no sabía de política, solo la filmaba”, repetía Leni Riefenstahl (1902-2003), la cineasta de Hitler, en su larga sobrevida a los horrores del nazifascismo. La afirmación era doblemente falsa: primero, en un nivel elemental, porque la principal propagandista del ideario nazi, sabía —recientemente quedó demostrada su presencia en una masacre de judíos—; después, porque sus registros documentales no eran simples tomas de lo que acontecía: ella construía el suceso, otorgándole a cada secuencia una intencionalidad nada aséptica, como si se tratara de una película de ficción. Dicho con palabras de Susan Sontag “la ‘realidad’ [era] construida para servir a la imagen”. En su documental “El triunfo de la voluntad” (1935), considerada, desde el punto de vista técnico, una obra maestra, “las cámaras presentan por primera vez un congreso político planificado en su totalidad para su difusión mediática”, como ha escrito el periodista Daniel Cecchini.
Pero Leni se escudó en otra frase, que establece el verdadero dilema del creador ante los acontecimientos sociales y políticos de cada época: "La búsqueda de la belleza en la imagen, por encima de todo y de todos". Ese culto a la belleza ajeno a todo compromiso humano, fue sorprendentemente premiado y consagrado: “El triunfo de la voluntad” recibió el León de Oro de la Muestra de Venecia en 1935 y el Gran Premio de las Artes y las Técnicas en la Exposición Universal de París en 1937. Aún después de la Guerra, en 1956, cuando ya se conocía el Holocausto que se perpetró contra los judíos y otras etnias (por ejemplo, los gitanos y los pueblos eslavos), un jurado de Hollywood consideró a “Olympia” (1936), entre las diez mejores películas de todos los tiempos. Wikipedia explica así su encanto: el filme era “la representación idealizada de fuerza, elegancia y poder sobre la base de cuerpos musculosos e impecables”.
Quiero detenerme, por su inusitada actualidad, en uno de los “aportes técnicos” de la cineasta alemana: la planificación del hecho político para su difusión mediática. En 1976, el músico británico David Bowie, que según María Cantó, “por aquel entonces coqueteaba con el fascismo”, declaró: “Adolf Hitler fue una de las primeras estrellas del rock (...) Mira algunas de sus grabaciones y ve cómo se movía. (…) Es sorprendente. Y cuando llegaba a ese escenario, manejaba al público. Él no era un político. Era un artista de los medios. Usó la política y la teatralidad, creó esta cosa y controló el show durante 12 años. El mundo nunca volverá a ver nada parecido. Él escenificó un país”. Aunque el inusitado “elogio” no se refiere a la cineasta, no cabe duda del papel que jugó ella en esa escenificación.
Pero se equivocaba. Hay otros showman en la política internacional; su mercantilización simplifica y a veces anula el contenido, para sobredimensionar la forma. Los medios de que disponía Hitler eran primitivos en comparación con los que existen hoy, a pesar de la incomparable creatividad de Leni Riefenstahl. Y el fascismo, el viejo y el nuevo, convierte la política en un show de masas, donde la emoción sustituye a la razón. No se trata (solo) de asesinar a miles de opositores, como hicieron las dictaduras latinoamericanas de los años 80 (Pinochet, Stroessner, Banzer, Videla). No habrá límites para el asesinato —Venezuela puede dar fe de ello, cuando los neofascistas prenden fuego a personas vivas que son o parecen ser chavistas—, pero la manipulación de las masas hoy es más sofisticada. Establezcamos un patrón: Berlusconi, Trump, Johnson, Bolsonaro, Milei, María Corina Machado. Cada gesto, o mueca, cada disparate, gracioso o no, cada disfraz, el cabello despeinado o la ropa descuidada, la conducta impredecible, las afirmaciones tajantes, falsas o incorrectas, sin escrúpulos vergonzantes ni máscaras.
La severidad y la corrección de una Margaret Tatcher o de una Hillary Clinton —expresión de una elite confiada en su poder—, contrastan con la incorrección de Boris Johnson o de Donald Trump, de Bolsonaro o de Milei, que buscan una audiencia diferente, la de los casi abajo, la de los medio abajo, que todavía patalean para sostenerse, y buscan a un líder milagroso que se haya bañado/bautizado en las aguas del río Jordán como Bolsonaro. También Milei viajó a Israel, y mientras las tropas sionistas asesinaban a decenas de miles de palestinos, un despacho de AP describía así su performance: “a los pies del Muro de los Lamentos, en la Ciudad Vieja de Jerusalén, (…) se abraza a su rabino mientras solloza. Luego apoya las palmas de las manos sobre la piedra y la besa”. Cuando Cristina Fernández lo acusó de ser un “showman”, este no rechazó el término, “los nuevos tiempos requieren un poco de show”, replicó.
Yo vuelvo a mi asunto: ¿existen aún artistas que persiguen “la belleza” absoluta, la belleza desasida de patrones morales, retribuida en aplausos (o en monedas) de los poderosos?, ¿artistas que afirman no saber nada de política, mientras “reflejan” o construyen el lado oscuro, conveniente para la reconquista de privilegios, en la Patria que no merecen? Sí, existen. Quizás ninguno posea el genio creativo de Leni Riefenstahl, pero estemos alertas. No existe una belleza opuesta o indiferente a lo justo, lo útil, o lo verdadero. La utilidad de la virtud.
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Ruben peralta
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