Música por altavoces, música para todos
especiales
Últimamente se habla mucho sobre un fenómeno cada vez más habitual: la gente que pone música en los espacios públicos, por todo lo alto, sin preguntar si los demás quieren o no escuchar lo que proponen.
Hay cierto debate: por un lado, los que piden que se regule la música que se difunde más allá de los ámbitos privados. Por el otro, los que reclaman respeto para el gusto personal de los que difunden esa música.
Pudiera parecer que son dos opiniones contrapuestas, pero no tanto. Hay que partir de una distinción: las claras diferencias entre los espacios privados y los espacios públicos.
En los espacios privados de cada quién, está clarísimo que nadie puede venir a regular nada, como no sea el volumen de la música, para que no constituya una agresión a la tranquilidad ciudadana.
Nadie puede decirle a usted qué música tiene que poner en su casa, en su fiesta particular, en su mp3 o celular… Usted no le está imponiendo nada a nadie, y nadie se lo puede imponer a usted.
Pero en los espacios públicos sí hay que tomar en cuenta algunos aspectos. Primero que todo la función social de ese espacio; las personas que acuden, que lo utilizan; la inserción de ese espacio en un contexto.
A nadie se le ocurriría poner una Sinfonía de Mozart en un bailable de carnaval. Tampoco deberíamos tener que escuchar un reguetón agresivo y vulgar en una cafetería o en un almendrón. Lo primero no pasa nunca. Lo segundo, más de la cuenta.
Lo más problemático de esta circunstancia es que hay que apelar al sentido común y la conciencia de la gente, porque no hay normas jurídicas para regular la música que se ofrece en cafeterías, restaurantes, parques, medios de transporte, centros educativos…
Solo se regula el volumen… y hay que decirlo con todas sus letras: esas leyes se violan constantemente, con una impunidad preocupante.
La contaminación auditiva de La Habana, por ejemplo, amerita hace rato la aplicación contundente de lo que está establecido.
En la práctica, es cierto que algunas empresas e instituciones han tomado medidas puntuales, pero generalmente no se toman en cuenta y aparentemente no pasa nada.
Un ejemplo: en los ómnibus urbanos o de transporte interprovincial no se puede poner determinada música a determinado volumen. Y eso lo ignoran muchísimos choferes.
En nuestra opinión no se debería poner ninguna música, imagínese el reto que implica tratar de complacer a todo el que viaja en un ómnibus. Y si alguien, por ejemplo, no quiere viajar con música, ¿hay que imponérsela?
Se impone otra aclaración, pues algunos no lo tienen claro. Si usted tiene una cafetería o una peluquería o un taxi o cualquier otro negocio… ese negocio no es su casa.
La respuesta que dan algunos choferes de almendrón está absolutamente fuera de lugar: “si no te gusta la música que pongo, puedes bajarte, este es mi carro”.
Nadie tiene derecho a poner un tema con malas palabras en un auto que ofrece un servicio público, aunque no esté escrito en una ley. Es cuestión de educación formal, de sensibilidad, de cultura.
Se supone que en una actividad de una escuela no se deba poner música a todas luces vulgar, inadecuada, lesiva a la sensibilidad… Y no hacen falta inspectores para velar por eso. Deberían bastar los directivos y los maestros de las escuelas.
Hay muchas subjetividades en juego. Son muchos los espacios, mucha la gente que decide, disímiles los niveles culturales.
Puede que alguien piense que puede poner “para todo el mundo” la música que tiene, la que consigue, la que le guste… Y eso tiene su lógica, indudablemente.
Pero hay que valorar más la opinión especializada, hay que tener en cuenta, a la hora de programar en los espacios públicos, que la política cultural del país es una sola y que está perfectamente definida.
Hay música para cada lugar y ocasión. Hay lugares y ocasiones que no admiten cierta música. El reto es establecer la diferencia.
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