De Cuba, su gente (III): Las olas duras que muerden la piedra

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De Cuba, su gente (III): Las olas duras que muerden la piedra
Fecha de publicación: 
7 Diciembre 2015
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Y alguien que no sea de Hoyo Perdido pudiera preguntarse para qué espectador incauto se cuida tanto una estética que parece día tras día amurallada por extensiones abrumadoras de caña y naranja agria.

Aunque tiene un nombre —asignado de boca en boca, por la misma gente que padece la precariedad y la ausencia—, Hoyo Perdido no aparece en el mapa. Tan solo lo conocí de casualidad.

Iba camino a Cumanayagua. La moto se averió y mi tío me dijo: debemos ir a ver a un amigo mío del Hoyo. Y yo: ¿qué hoyo? Y él: ya verás.

Y estuvimos caminando, para llegar al Hoyo, un tiempo incontable, indiscernible, entre matas hoscas, bajo un sol inflexible.

Para cuando llegamos a la comunidad, ya me sabía su historia: en esos lejanos años '80 de abundancia —de tan anómala, nunca más repetida— en Cuba, esos parajes estaban llenos de ganado vacuno y el Estado cubano, en su plena magnificencia, construyó allí algunos muy modestos edificios de microbrigadas, para que los campesinos del lugar estuvieran más cerca de las reses. Por un tiempo, como todo en Cuba, funcionó.

Pero cuando el período de las vacas gordas pasó, eventualmente, pasaron también las vacas. Más temprano que tarde se despertaron entonces los guajiros de Hoyo Perdido —y sus respectivas familias: un entramado de primos, tíos, queridas, novias de colchones averiados escondidos detrás de cierto árbol clave, amantes oficiales devenidas a menos con el tiempo, hijos reconocidos y por reconocer— y se encontraron sin nada que hacer.

Y la cabra volvió al monte. La mayoría se fue de los edificios de microbrigadas. Se fueron de la electricidad, de vivir en un cuarto piso mirando desde arriba a los árboles. Sin reses que cuidar, volvieron a su casita de madera, tampoco demasiado lejos de allí, también en un lugar perdido en el monte, sin nombre ni vocación de estar en el mapa.

Los pocos que se quedaron en la comunidad exganadera de Hoyo Perdido, tienen el más poco ambicioso de los planes: vivir apenas un día más. Preguntarse si valdrá la pena salir alguna vez de allí. Y para qué sitio, si acaso, irían.

Los niños van, eso sí, a la escuela. La más cercana queda a catorce kilómetros. Un coche con una yegua pequeña color vainilla los recoge. Antes y después de la escuela, las mujeres se reúnen alrededor de las cabezas de las niñas. Para hacerles los peinados que las adornan, solo necesitan algo que, para bien o para mal, los que viven en Hoyo Perdido tienen de sobra: tiempo.

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