Bola de Nieve: Voz de persona
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Dicen que al principio, muy al principio, cuando era todavía un muchacho, a Ignacio Jacinto Villa Fernández (1911-1971) le molestaba mucho su apodo: Bola de Nieve. Dicen también que fue Rita Montaner la que inmortalizó el mote, cuando presentó de esa manera a aquel singular pianista y cantante ante un público mexicano. Ignacio terminó por resignarse. Lo cierto fue que como Bola de Nieve fue conocido en Cuba y en varios países de América y Europa donde presentó, para regocijo de muchos, un repertorio cuidadosamente escogido, que él asumía como si contara la historia de su vida.
A muchos les dijo que no se sabía un virtuoso del canto, y no había que saber mucho de música para comprobarlo. El poeta Miguel Barnet habló de su “ronquera ancestral”, un timbre áspero que desconcertó a más de uno, pero que le sirvió para encarnar, gracias a una fuerza, una personalidad y una gracia inimitables, el espíritu de hermosísimas canciones. Yo tengo voz de persona, cuentan que afirmaba. Pero no era la voz, no solo la voz: era su actitud ante una letra y una melodía. Bola de Nieve era un hombre espectáculo. Y era también capaz de apreciar y recrear sutilezas. Pudo descubrirles insospechadas resonancias a composiciones aparentemente inocuas.
En el celebérrimo Carnegie Hall de Nueva York —escribe Ciro Bianchi— tuvo que salir nueve veces a escena para saludar al público después de su presentación. Grandes figuras de la cultura iberoamericana lo aclamaron como exponente prodigioso de una sensibilidad al mismo tiempo refinada y popular. Eran cubanísimas sus interpretaciones, aunque cantara y tocara una canción de otro país. Les puso voz definitiva a letras emblemáticas de la inmensa tradición musical de este país. Hay temas que se han cantado muchas veces por muchas personas, y hasta muy bien, pero siguen siendo, indiscutiblemente, los temas del Bola.
Brilló en grandes escenarios, se hizo famoso por sus actuaciones en el cine y la radio, pero en sus noches en el restaurante Monseñor se prodigaba, en contacto mucho más íntimo con su público. Eran él y su piano, como si fueran una sola criatura.
No alcanzó a disfrutar el gran homenaje que le iba a tributar Chabuca Granda en Perú; murió en el camino, en México, un país que amó como propio. Pero había pedido que lo sepultaran en su tierra, en Cuba, junto a los suyos. Su arte no conoció fronteras, pero el artista siempre tuvo conciencia de la fuerza de su raíz.
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