La mala hora: América Latina entre la oscuridad neocolonial y la sombra imperial

La mala hora: América Latina entre la oscuridad neocolonial y la sombra imperial
Fecha de publicación: 
7 Marzo 2024
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Fragmento de portada de una de las tantas ediciones de La mala hora, de Gabriel García Márquez.

Al pueblo llegó la mala hora. Hora de desgracias, venganzas y odios, de pesadilla e insomnio, desolación y desesperanza. A la gente común y corriente le llegó la mala hora. La comarca, pacificada después de una larga guerra civil, vive estremecida en un ambiente que cada vez se torna más sórdido. Los conservadores se dedican a perseguir cruel y pertinazmente a sus adversarios liberales, en un paisaje donde oscuridades y sombras definen la vida cotidiana. Es una trama en la que reinan el temor, la sospecha, la desconfianza, el crimen, la impunidad y la impotencia. Un cuadro parecido --apelando al recuerdo que dejó grabado en el autor de estas notas una lectura, repetida varias veces, hace mucho tiempo--, es el que dibuja Gabriel García Márquez, pero con su habitual belleza literaria, en La mala hora, una conocida y escalofriante novela que, a través de personajes y situaciones, describe la cotidianidad de un pequeño poblado latinoamericano, imaginario, en el que, tras cada escena, señorea la violencia.

Sobre trabajadores, campesinos, desempleados, marginados, recae la tragedia. El texto resalta la simbología implicada en la historia que cuenta: la del miedo colectivo, presentado como origen, espiral y destino de la acción intimidatoria, en callejones que, en apariencia, parecen no tener salida. El argumento alude a una de las tantas etapas o circunstancias vividas en América Latina desde que se impuso el control, la injerencia y la dominación de Estados Unidos. Algún crítico ha sugerido, como la manera más gráfica de asumir la moraleja del relato de García Márquez, emplear la célebre frase, atribuida al presidente Porfirio Díaz, “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca a los Estados Unidos” (impregnada en la historia oficial de ese país, aunque no hay certeza de su autoría), referida a las consecuencias de la inmediata vecindad con el poderoso Vecino del Norte, pero haciéndola extensiva a toda la región.

De cierta manera, ya estaban presentes en la novela las sugerencias, metáforas, alusiones --a las que el Gabo tenía acostumbrados, desde entonces, a sus lectores, y que presenta con recurrencia en obras posteriores, como Cien años de soledad, El otoño del patriarca o El general en su laberinto, entre otras--, que evocan, mediante la ficción literaria, el recorrido de pesares en Nuestra América.

La historia de conquista y colonización que aportó la llegada de España al Nuevo Mundo, representada con la llegada de la espada y la cruz, marcaría el hito fundacional del brutal capítulo de sometimiento y explotación. Pero luego de que los pueblos latinoamericanos concluyeran sus revoluciones de independencia, durante el final de la primera y a lo largo de la segunda década del siglo XIX, es válida la metáfora apuntada. La mala hora llegó, en ese nuevo capítulo, con las acciones y reacciones de Estados Unidos, que se resumirían con las propuestas que articularon la Doctrina Monroe, cuyo bicentenario se conmemoró el pasado 2 de diciembre, dado su enunciado en similar fecha, pero en 1823. No obstante, su puesta en marcha tendría lugar a partir del año siguiente, de manera que, en rigor, los doscientos años se cumplen en 2024, un año en el que América Latina vive un tiempo complejo, signado por los resultados de procesos electorales de variadas orientaciones, en medio de una contradictoria correlación de fuerzas entre gobiernos y movimientos de izquierda y derecha, ante lo cual resultaría esquemático afirmar que prevalece un ciclo definido hacia uno u otro extremo del espectro político e ideológico.

Entrelazada con las concepciones del mítico Destino Manifiesto, el monroísmo inaugura, --según se analizó en el artículo titulado La Doctrina Monroe: la historia y la histeria doscientos años después, publicado en Cubasí hace algunos meses--, una etapa de intervención que gana en corporeidad ideológica, político-jurídica, institucional y cultural palpable con la temprana expansión continental hacia México y el despojo de que es objeto México, en 1848. A la par, al interior de la joven nación norteamericana avanzaba a pasos agigantados el genocidio de los pobladores indios originarios y la ocupación de sus territorios. El telón de fondo lo constituía el proceso de desarrollo capitalista, que lleva consigo la conversión de América Latina en el patio trasero de Estados Unidos, en cuyo despliegue la Doctrina Monroe se enriquece con las ideas y prácticas del Panamericanismo que emergen entre 1889 y 1890. Así, se prefigura la secuencia injerencista que cristaliza con la intromisión en la guerra de Cuba con España, en 1898 y la inserción de esa isla, junto a la de Puerto Rico, en la órbita de control neocolonial primero, e imperialista después, en el Caribe.

Conviene, en este punto, echar mano al análisis de Lenin acerca del auge del capitalismo, que a la sazón mostraba con nitidez, en el caso de Estados Unidos, el paso al imperialismo, caracterizado por la formación de grandes monopolios capitalistas, como resultado de la concentración de la producción y el capital, la aparición del capital financiero y el reparto territorial y económico del mundo, en colonias o zonas de influencia. Así, se comprende también el tránsito de los Estados coloniales a neocoloniales, al quedar satisfechas dos condiciones básicas: la presencia hegemónica de un poder transnacional que domine de manera absoluta la vida de los países de que se trate, y una burguesía nativa orgánicamente subordinada a este poder específico, en calidad de marioneta o testaferro, capaz de establecer el control político requerido para su funcionamiento, al sustituir ello el dominio central formal desde la metrópoli y brindar la apariencia de autonomía, pero manteniendo la dominación total mediante los instrumentos económicos. En esencia, ese es el proceso dual que transcurre en la relación de Estados Unidos con América Latina al terminar el siglo XIX y comenzar el siglo XX. Se establece un dominio reforzado, que traslada a la nueva escena la oscuridad heredada de la explotación colonial, ahora con el rostro del poder neocolonial, y la hace más intensa aún bajo la sombra imperialista.

A través de momentos y períodos en los que se suceden y combinan modalidades históricas de dominación --el Gran Garrote, la Diplomacia del Dólar o la Buena Vecindad--, el escenario de Nuestra América se conmueve con reiteración entre experiencias populistas y dictaduras militares. En ellas, el autoritarismo alterna con expresiones de la democracia representativa. Así, las fórmulas convencionales del modelo democrático liberal burgués no pueden ocultar, escamotear ni disfrazar, las realidades de violencia, oscuridades y sombras, en las que la claridad se aleja y la luz se apaga. Recelos y desvelos reaparecen, se acumulan, permanecen. En sentido figurado, sería como si las agujas de un reloj alegórico se detuviesen, al marcar la mala hora. Entre los callejones mencionados, aparentemente sin salidas, se advierten rendijas, se ensanchan grietas y se producen aperturas. No existen caminos trillados, hay que desbrozarlos, y a menudo, se pierde el rumbo entre laberintos. Es ese el marco en el que se abren paso, a través de la historia, reformas y revoluciones.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, al salir definitivamente del escenario latinoamericano las reminiscencias que quedaban del poder de las viejas potencias coloniales europeas y situarse Estados Unidos como la presencia hegemónica a nivel internacional y desde luego, regional, se rediseñan los parámetros del dominio neocolonial, en las nuevas condiciones que impone el sistema de dominación imperialista.  La ideología monroísta y panamericanista cuentan a partir de ahí, con el amparo de la naciente Guerra Fría, con el respaldo de mecanismos institucionales: la Junta Interamericana de Defensa (JID), el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la Organización de Estados Americanos (TIAR).

La lectura de los procesos que acontecen en el continente se ubican bajo el lente de la confrontación global entre los dos sistemas internacionales opuestos, el capitalismo y el socialismo, calificada entonces en los términos de la bipolaridad geopolítica, entre el “Este” y el “Oeste”. La aspiración esbozada con la Doctrina Monroe, de preservar “América para los americanos”, que en su momento se proyectaba como valladar para limitar los espacios en la región a metrópolis coloniales de Europa, se amplificaba con un nuevo eje articulador de la política de Estados Unidos: el anticomunismo. Éste sería el soporte político-ideológico del citado período de Guerra Fría, a partir del cual se generaliza una percepción de la amenaza externa que cambia el foco, al colocar a la Unión Soviética como el peligro que, desde la sombra, estimulaba (o se beneficiaba de) los procesos emancipadores, progresistas, revolucionarios. Es decir, todo lo que se consideraba como un peligro para las pretensiones hegemónicas norteamericanas.

Es ese el marco, justamente, en el que se encuadran las acciones intervencionistas directas de Estados Unidos, que acuden a la vía militar, que incluyen invasiones con tropas, con formatos más abiertos o encubiertos, según el caso, y se complementan con expedientes desestabilizadores subversivos, que apuestan más al empleo de la propaganda, los medios de comunicación, la cultura, la influencia ideológica. El objetivo, desde entonces, aunque no se utilizaba la expresión actual, era lograr el Cambio de Régimen. Tampoco se les calificaba con otro término en boga en el presente, el de Estado Fallido, pero en esencia, ambos estaban prefigurados en la estrategia de dominación en América Latina.

El primero de esos hechos --el que inicia precisamente el tratamiento de los procesos en la región en torno al eje descrito, o expresado de otro modo, el acontecimiento que simboliza la apertura de la Guerra Fría en Nuestra América, del cual se conmemora su septuagésimo aniversario en el presente año--, sería la invasión militar a Guatemala, en 1954, que derrocó al presidente Jacobo Arbenz y abortó el proyecto nacionalista que intentó llevar a cabo. No es propósito de estas notas examinar el suceso, sino solamente ubicarlo como la primera en la relación de acciones intervencionistas, expresivas de que la mala hora seguía marcando el destino de los países latinoamericanos que se proyectaban con afanes de independencia y autonomía, retando la hegemonía estadounidense. Hechos posteriores ratificarían esa pauta, con variaciones sobre el mismo tema. La invasión a Cuba en 1961, por Playa Girón, enmascarada en tropas mercenarias de emigrados cubanos, pero entrenada y asistida materialmente por Estados Unidos. Las intervenciones militares ulteriores, a República Dominicana, en 1965, a Granada, en 1983, a Panamá, en 1989. Aunque con particularidades en cada caso, estaban presentes apelaciones ideológicas dirigidas a legitimar tales actos, basadas en la urgencia de proteger la seguridad nacional de Estados Unidos y de estabilizar la situación en países en los que estaba en juego la de la región, ante supuestas amenazas a la democracia, la paz o los derechos humanos.

Más allá de esos hechos sobresalientes, plasmados en intervenciones directas, habría que mencionar el habitual asesoramiento y apoyo logístico a los aparatos militares, policiales y de inteligencia en países latinoamericanos por parte de Estados Unidos, en situaciones o coyunturas que implicaban esfuerzos por revertir gobiernos evaluados como hostiles o impedir el triunfo de procesos revolucionarios, lo cual sería una constante en los decenios siguientes. En la segunda mitad de la década de 1960, recuérdense las acciones dirigidas a localizar y poner fin al movimiento guerrillero encabezado por el Che Guevara en Bolivia, incluido su asesinato; el golpe de Estado al presidente Salvador Allende en Chile, en 1973; en los años de 1980, la promoción de la contrarrevolución en Nicaragua, contra el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua y la labor contrainsurgente contra el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en El Salvador; en 1994, la creación de ese nuevo instrumento, el de las Cumbres de las Américas, que enriqueció el arsenal nacido con la Guerra Fría; en los decenios transcurridos en el siglo en curso, la persistencia de una guerra no convencional, de amplio espectro, contra la Revolución Bolivariana en Venezuela, la Ciudadana en Ecuador y la Democrático-Cultural en Bolivia, cosechando éxitos en algunos casos; los golpes de Estado de nuevo tipo, acudiendo a métodos judiciales y legislativos, como los operados en 2009 contra Manuel Zelaya en Honduras y en 2012 contra Fernando Lugo, en Paraguay. El mejor ejemplo, claro está, la ofensiva permanente contra la Revolución Cubana, durante más de sesenta años.  

Como un proceso acompañante de lo señalado, la estrategia económica imperialista abarcaría desde la segunda posguerra el inusitado incremento de los monopolios y los capitales norteamericanos, con un acentuado énfasis en el desarrollo de todo un sistema de empresas transnacionales que profundizaría las estructuras de subdesarrollo y dependencia hasta sellar el proceso de dominación con la avalancha neoliberal a partir de 1990.

Así, con énfasis variados desde el punto de vista de la retórica discursiva norteamericana, conjugada con los intereses y el lenguaje de las oligarquías locales en América Latina, se iría configurando un sistema de dominio múltiple, que inserta orgánicamente a la región entre las prioridades de la política exterior de Estados Unidos. Los últimos cuarenta años, desde el gobierno republicano de Ronald Reagan hasta el demócrata de Joseph Biden, exhiben una cierta pauta ideológica que, con reacomodos, algunas innovaciones y negaciones (a veces parciales o relativas, y otras, solo aparentes), han perdurado hasta hoy.

Es importante no perder de vista algo que tal vez los más interesados en el tema lo tienen claro, pero es posible que para quienes no se ocupen con mucha asiduidad del mismo no resulte tan familiar lo que sigue. Y es que existe desde hace tiempo un debate inconcluso sobre el lugar y papel asignado a América Latina en el contexto de las proyecciones globales norteamericanas, concerniente al hecho de si, la política estadounidense coloca al escenario latinoamericano entre sus principales prioridades, de naturaleza estratégica, o si solamente responde a la condición de vecino inmediato, el de al lado, al que no se puede ignorar, sobre todo cuando se comparte una frontera terrestre, porosa de más de 3 mil kilómetros, por la que atraviesan ilegalmente seres humanos, armas y estupefacientes.

En rigor, no se trata tanto de precisiones semánticas sino de acciones concretas. En tal sentido, podría resultar secundaria la discusión en torno a la palabra exacta que define la significación que le atribuye Estados Unidos a América Latina a lo largo de la historia: si lo adecuado es considerar su prioridad o su importancia. Aunque no se trate de sinónimos, en este caso podría decirse que constituye un área de gran importancia, o de prioridad relativa, si se le compara, por ejemplo, con la primacía otorgada a regiones como Asia y Pacífico, Medio Oriente o Europa.

Por esa razón, la importancia de América Latina para Estados Unidos es permanente. Pero la prioridad que adquiere a través de los años y de los siglos, depende de coyunturas, en una u otra etapa, cuándo se producen crisis o conflictos de relieve y del estado de salud del imperio, sobre todo desde el punto de vista de su economía, y los recursos de que dispone en uno u otro momento. Pero los intereses geopolíticos y económicos no son circunstanciales, sino de larga data, a partir de la vecindad geográfica aludida y del simbolismo que conlleva la convivencia en un área tan cercana. Un historiador reconocido ha señalado que han sido tres las consideraciones que siempre han determinado la política de Estados Unidos hacia América Latina: primero, la presión de la política doméstica norteamericana; segundo, la promoción del bienestar económico de los Estados Unidos; y tercero, la protección de la seguridad estadounidense. Con expresiones singulares a través de diferentes etapas, esas consideraciones configuran como invariantes el sistema de dominación y condicionan sus reajustes, actuando mediante diferentes combinaciones y énfasis, acorde con las correlaciones de fuerzas en cada momento.

Bajo esas coordenadas, lo que se requiere en el proyecto imperialista hacia los países latinoamericanos es control sobre los procesos internos y los gobiernos, lo cual se presenta hoy mediante los argumentos públicos de la Administración Biden en su primer o único período. El presidente afirma que busca superar los excesos de Trump, superar los efectos que dejó la pandemia, defender la democracia, combatir la corrupción, controlar la migración, proteger el cambio climático, fomentar las inversiones, recuperar el lugar mundial de Estados Unidos, en tanto que lo que le interesa realmente, como a todos sus predecesores, es preservar la hegemonía y la dominación. Esas intenciones las coloca bajo la sombrilla de sus declaraciones iniciales, cuando tomando posesión, se proyectó en primer término hacia dentro de la sociedad norteamericana, expresando que quería reconstruir el país, restaurar el alma de la nación.

América Latina ha cambiado profundamente, abriéndose paso procesos contradictorios, que incluyen la alternancia de gobiernos y movimientos sociales de signos opuestos, la articulación y el ocaso de alternativas integracionistas, aperturas democráticas y cierres represivos, pero lo que ha permanecido inalterable es la real voluntad estadounidense. Más continuidad que cambio, ha definido el quehacer de las cuatro figuras que han ocupado la Casa Blanca en la actual centuria De ahí que con frecuencia pareciera que los manejos de la política latinoamericana de Estados Unidos están condenados a cierta repetición. Pero, naturalmente, se registran modificaciones en los estilos, los ritmos, los contenidos, las formas, los acentos, los lenguajes. Ello ha estado en consonancia con los liderazgos personales, las orientaciones ideológicas y los patrones de comportamiento de uno u otro partido.

En este sentido, se identifican algunas diferencias importantes cuando se contrastan los desempeños de los dos partidos norteamericanos en América Latina. Por un lado, varios historiadores coinciden en señalar que habitualmente, ha sido en los períodos de Administraciones demócratas en los que han tenido lugar los reajustes mayores, en los que se han diseñado grandes formulaciones ideológicas y programas políticos. Como ejemplos se toman los gobiernos demócratas que llevaron consigo, respectivamente, la estrategia del “Buen Vecino” (Roosevelt), la Alianza para el Progreso (Kennedy), la política de Derechos Humanos (Carter) y la del Poder Inteligente (Obama).

También se puntualiza que en esos gobiernos, los académicos dedicados a estudios internacionales desempeñaron un rol influyente, más o menos directo, a través de sus obras o de asesoramientos personales, aportando criterios a los formuladores de política y a los propios presidentes, que proyectan amplias y coherentes visiones, de aplicación general al continente, con anuncios espectaculares sobre sus agendas, aludiendo a los valores tradicionales de la nación norteamericana y a una presunta comunidad o identidad de intereses, sobre la base ideológica de la Doctrina Monroe, el Panamericanismo y la tradición ideológica liberal estadounidense. En el caso de Roosevelt, se distinguió la figura de Nelson Rockefeller, a quién encargó la dirección de la Oficina de Asuntos Interamericanos; en el de Kennedy, Arthur Schlesinger Jr., McGeorge Bundy y Theodor Sorensen; en el de Carter, Zbigniew Brzezinski; en el de Obama, Joseph Nye. En esta caracterización se señala que el modelo demócrata tiende a basarse en conocimientos más precisos del acontecer latinoamericano, definidos según el enfoque realista que “ve al mundo tal cual es”, por lo cual sus diagnósticos son más cercanos a la realidad e informan mejor a la política gubernamental.

A diferencia del modelo demócrata, el republicano presta menos atención a las construcciones ideológicas, se apoya en una visión pragmática, que en lugar de mirar hacia ideales y valores compartidos, aplica una mirada apegada a los hechos, llamada factualista, que se define concretamente a partir de las relaciones bilaterales con cada país o subregión, dejando a un lado la espectacularidad en las formulaciones de la agenda partidista. Más que utilizar la asesoría individual especializada de figuras intelectual o académicamente reconocidas, acuden a criterios elaborados por grupos de trabajo y centros de pensamiento, que vinculan a tales estudiosos con ex integrantes de equipos de gobierno anteriores, directores empresariales, conformando una especie de red entre el sector público y el privado, sobre la base de una ideología conservadora compartida, de un nivel de análisis inferior al de los modelos demócratas, construida a partir de un enfoque idealista, que “no ve al mundo como es, sino como se quisiera que fuese”, de modo que su visión tiende a alejarse de los acontecimientos, propiciando miradas caprichosas o voluntaristas desde el gobierno.  

La situación de Biden no encaja exactamente o al pie de la letra en las argumentaciones expuestas, considerando que siempre la realidad es mucho más rica que cualquier construcción analítica o intento de clasificación. Su actuación guarda determinada correspondencia con el modelo demócrata, en el sentido de portar una mirada ideológica y realismo, pero combina ciertos elementos del pragmatismo e idealismo republicano. En lo concerniente a experiencia y conocimiento de la realidad latinoamericana su caso es muy diferente de los presidentes que le anteceden. Es uno de los políticos estadounidenses con más experiencia en relaciones internacionales y, específicamente, interamericanas, atendiendo a  su labor previa como miembro del senado y presidente del Comité de Relaciones Exteriores de esa cámara legislativa, así como a su actividad como vicepresidente  en la Administración Obama, al atender diversos asuntos y realizar numerosos viajes por la región en función de la consolidación de intereses de Estados Unidos, destacándose por su capacidad en el manejo de cuestiones delicadas y conflictos, y en la búsqueda de alianzas para el manejo diplomático de problemas comunes.

Con respecto a América Latina, Biden fue el primer funcionario de alto nivel del gobierno de Obama en viajar a Centroamérica y al Cono Sur, así como el último en visitar la región andina. Realizó alrededor de una veintena de visitas a diversos países. El que más visitó fue México, seguido de Brasil y Colombia, luego Chile y Guatemala, así como también Costa Rica, Panamá, República Dominicana, Honduras y Trinidad y Tobago. Se polemiza acerca de hasta qué punto existió real coordinación entre Biden y Obama, o actuó con cierta autonomía, ante temas relacionados con la seguridad, la inmigración indocumentada, el narcotráfico, la corrupción generalizada, la fragilidad de las instituciones democráticas y el cambio climático.

Biden fue el primer candidato presidencial, en la contienda de 2020, en expresar su apoyo a la marioneta de Juan Guaidó, aquella patética figura que sirvió de peón al imperialismo. En su momento, se consideró por analistas que el papel de Biden, desde la sombra, fue decisivo, junto a la acción pública de Hillary Clinton, en la acción golpista en Honduras, en 2009, a contrapelo de presuntas reservas por parte de un dubitativo Obama.

Desde el punto de vista de la exposición formal de las líneas de la política exterior general y latinoamericana de Biden, en marzo de 2021, la Casa Blanca publicó el documento titulado Guía estratégica interina de seguridad nacional, que anticipó su Estrategia de Seguridad Nacional, divulgada en 2022. Si se compara esta última con la anterior, la emitida en 2017 bajo Trump, se evidencian vasos comunicantes y puntos comunes. Por ejemplo, se menciona entre los adversarios a China, Rusia, Irán y Corea del Norte, precisándose al primero como la principal amenaza. Con respecto al continente, menciones sucintas a México, Centroamérica, a la migración irregular, entre otras referencias. Declaraciones del Secretario de Estado, Anthony Blinken y del Director del Consejo de Seguridad Nacional para el Hemisferio Occidental, Juan González, subrayan el tema de la supuesta defensa estadounidense de la democracia, junto a otros, como los de la corrupción y la migración, que junto a pronunciamientos del propio Biden definen lo que se persigue en la región. La IX Cumbre de las Américas, realizada por segunda ocasión en territorio de Estados Unidos, en junio de 2022 en Los Ángeles, corroboró lo planteado. El imperialismo persiste en mantener a América Latina en la condición de traspatio, apelando al monroísmo, haciendo lo imposible por impedir la unidad revolucionaria, desalojar de los gobiernos a las fuerzas progresistas, desacreditar a sus liderazgos y desarticular los proyectos integracionistas.

De cara a las elecciones de noviembre de este año, las declaraciones de los candidatos más visibles y probables, Trump y Biden, en medio de gran incertidumbre, no dejan espacio para ilusionarse con cambios sensibles en la política latinoamericana. Y aunque no fuesen ellos, no es esperable que quienes eventualmente les sustituyan cambiarían mucho esa política. Si se retiene el contexto referido antes en estas notas, el panorama actual se resume en una complejidad y en un entorno contradictorio, resultante de los procesos eleccionarios realizados en América Latina el pasado año, que hace difícil identificar con precisión la tendencia de los cambios en las correlaciones de fuerzas. Los que tendrán lugar en 2024 antes de los comicios en Estados Unidos tampoco permiten visualizar con certeza, a la luz de hoy, hacia dónde apuntará el futuro cercano. Sus resultados colocarán a los países implicados, en cualquier caso, ante el dilema de las alternativas. La apuesta se decidirá entre las jugadas, de un lado, de las oligarquías locales y el imperialismo, que reajustan el sistema de dominación, y del otro, las de los movimientos emancipadores, que siguen batallando por alcanzar niveles superiores en la concertación de esfuerzos dirigidos a la unidad en la lucha antimperialista y anti neocolonial. ¿Podrá atender Estados Unidos con suficiente atención hegemónica a América Latina mientras opera contra Rusia y Palestina en alianza respectiva con la OTAN e Israel? Tal vez en ese recuadro, el reloj metafórico aludido mueva el tiempo político hacia adelante, en la dirección del progreso histórico, arrojando luz, y deje de marcar la misma hora, la mala, la de oscuridades y sombras.

*Investigador y profesor universitario.

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