Otra prueba inequívoca de que Estados Unidos, en el intento por frenar la gradual caída de su poderío, es capaz de todo.
Tanto como a golpear salvajemente en plena vía pública a una exfuncionaria del gobierno de Evo Morales.
Quemar viviendas con sus habitantes y amenazar con tono gangsteril a otros.
Asaltar estaciones de radio, perseguir por sospecha de seguidores de Evo.
Invadir y destrozar instituciones del Estado, haciendo añicos sus pertenencias.
Diseminar un generalizado terror para aguantar incipientes protestas de los agradecidos.
No ocultando su rabiosa entraña fascista, se atrevieron a destruir símbolos sagrados del pueblo indígena.
Esto último, a manera de chispa, provocó una virtual rebelión entre numerosos de ellos.
Y mientras tanto, como se demostró, siguió presente la orden de asesinar, en primer lugar, a Evo Morales.
Fue entonces cuando salió a la luz que no ha muerto el honor en América Latina.
México, una vez más el de Lázaro Cárdenas, Manuel López Obrador y otras ilustres figuras, concedió asilo al «Indio de América».
Me salvaron la vida, fueron las primeras palabras de Evo cuando llegó a suelo mexicano.
Es verdad, como proclamó José Martí, «cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres», como Evo.