PENSANDO Y PENSANDO: Otra vez sobre los clásicos
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Sócrates, clásico entre los clásicos.
En tiempos de sobreabundancia informativa, cuando cada segundo genera torrentes de datos y opiniones, los clásicos se alzan como un hilo de Ariadna en los laberintos contemporáneos. Su vigencia no radica únicamente en la belleza formal de sus textos o en la profundidad de sus ideas, sino en su capacidad para proporcionar sentido y orientación.
En un mundo saturado de estímulos, donde lo efímero suele imponerse sobre lo esencial, volver a los clásicos puede ser un acto de resistencia, una forma de reafirmar la continuidad del pensamiento y del arte frente a la dispersión del presente.
Pero enseguida surgen preguntas incómodas: ¿quién decide qué es un clásico? ¿Quién puede erigirse en juez de lo perdurable?
No existe un tribunal supremo del gusto o de la sabiduría. Lo clásico se construye en el tiempo, en la relectura, en la persistencia de la influencia. A veces un autor olvidado renace en otro contexto; otras, una obra celebrada pierde vigencia.
En todo caso, los clásicos son aquellos que siguen interpelándonos, que dialogan con cada época y no se agotan en su tiempo.
Asumir la vigencia de los clásicos no implica negar la diversidad ni la evolución del pensamiento. Significa, más bien, reconocer una herencia que nos precede y nos constituye. Cada generación tiene derecho —y deber— de reinterpretar ese legado, de dialogar con él desde sus urgencias. Leer a Homero, Cervantes, Shakespeare o Martí no es un gesto arqueológico: es una forma de entendernos mejor, de encontrar en la raíz las tensiones que aún nos definen.
Sin embargo, en un tiempo en que el conocimiento se multiplica a una escala nunca antes vista, resulta imposible abarcarlo todo.
Ningún ser humano puede hoy asumir e interiorizar el caudal completo de la cultura y la ciencia. Ante esa imposibilidad, surge una cuestión legítima: ¿es válido acercarse a los clásicos a través de referencias, resúmenes o adaptaciones? Tal vez sí, si se hace con honestidad y curiosidad genuina.
El resumen puede ser puerta de entrada, nunca sustituto del texto; una orientación inicial que invite a la experiencia directa.
El valor de los clásicos también reside en su capacidad de generar diálogo interdisciplinario. En el arte, la literatura o la filosofía, cada lectura puede nutrir la comprensión de otras áreas del saber.
Pero la época actual exige especialización: el científico, el filósofo o el artista deben profundizar en campos cada vez más específicos. El reto, entonces, es cómo sostener ese equilibrio entre profundidad y amplitud, entre rigor técnico y horizonte humanista.
La vieja idea del hombre enciclopédico puede parecer anacrónica, pero no lo es del todo. Tal vez hoy el verdadero saber universal no consista en poseer todo el conocimiento, sino en saber gestionarlo, en trazar conexiones, en establecer puentes entre disciplinas.
Un individuo cosmopolita no es el que lo sabe todo, sino el que dialoga con lo diverso sin temor, el que se apropia críticamente del pasado y, al mismo tiempo, abraza la evolución de la técnica y sus nuevas posibilidades expresivas.
Por eso, la lectura —directa o mediada— de los clásicos sigue siendo una necesidad cultural y ética. No para repetir fórmulas ni venerar monumentos del pasado, sino para orientarnos en medio del ruido. En los clásicos late una sabiduría que nos recuerda lo que somos y lo que podemos llegar a ser. Son, todavía, nuestra brújula en un tiempo desbordado de información, y quizás la más firme garantía de que la inteligencia humana no se disuelva en la marea digital.












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