Nueve señales patrias del Ángel que nos protege

Nueve señales patrias del Ángel que nos protege
Fecha de publicación: 
5 Mayo 2021
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Imagen principal: 

Foto: Alejandro Azcuy Domínguez.

Un conjunto de obras del artista de la plástica, Ernesto M. Rancaño (La Habana, 1968), cuyo motivo es la presencia de José Martí y se titula “Mi casta obrador”, adorna desde hace algunos días un amplio recinto del Palacio de la Revolución. La picardía, la angustia y las certezas del Apóstol recuerdan que Cuba es nave inmersa en un viaje único: el de su emancipación.

Al final de la escalinata que conduce al espacioso recinto del Palacio de la Revolución, allí donde se recibe a los amigos de Cuba en visitas oficiales, se ha producido una suerte de nacimiento de los colores y de la luz: nueve piezas del artista de la plástica, Ernesto M. Rancaño (La Habana, 1968), han sido colocadas en las enormes paredes; todas, emparentadas por el tema común y sagrado para las entrañas de la Isla, que se llama José Martí.

Todo suceso tiene su historia. Este del arte dedicado por uno de nuestros mejores creadores al Apóstol, y que ahora puede ser apreciado desde el gran salón, fue pensado como exposición con motivo del 8vo. Congreso del Partido Comunista de Cuba. Pero la idea no pudo concretarse debido a las limitaciones y distanciamientos impuestos por la epidemia de la COVID-19.

Días después de celebrado el cónclave partidista, el conjunto de obras, titulado “Mi casta obrador”, fue llevado al Palacio de la Revolución. Y el resultado es un lugar con nuevos adornos –adornos exquisitos; porque Rancaño es el pintor de las mujeres de ojos enormes, almendrados, de rostros y cabellos tan tiernos que solo podrían ser tocados en sueños. Él es, en su universo, el cazador de los colibríes evaporados, de las naves que van suavemente a los abismos, de los reinos cálidos, las cuerdas milagrosas, las luces y las penumbras. Él domina como pocos la delicadeza que todo lo acuna.

“Martí está presente en tu obra. ¿De qué manera influyó en ti?”, pregunté al pintor en el año 2005; y su respuesta fue esta: “Cuba para mí está bendita. Lo que ha dado este país en una historia breve de unos cinco siglos es una cadena increíble de grandes sucesos. Y Martí es parte de todo eso. Cada persona sensible e inteligente que conozco, amante de su islita, de su Patria, quiere llegar a ser como él. José Martí es el paradigma para todos. A mí me resuelve los problemas de la vida”.

“¿Qué te inspira Cuba?”, insistí aquel día. Y el pintor, con suma paciencia, me confesó: “Estoy enamorado. Y cada día más. Este país es muy intenso. Al final, vivas donde vivas, no te puedes ir de este planeta; todos somos isleños. Yo he visitado lugares y no he encontrado ninguno como esta isla tan espiritual. Aquí, a pesar de lo difícil, hay mucho amor y esperanza. Se sigue haciendo para otros, y creo que eso es muy elevado”.

En cada palabra compartida por el artista hay parte de su mundo interior. Por eso ellas son claves para poder leer, con mayor precisión y gusto, cada una de las propuestas que atesora el Palacio de la Revolución: una superficie redonda, tocada de un rojo encendido, desde la cual asoma el rostro de un Martí increpante y ataviado con un gran lazo en el cual reconocemos nuestra bandera; un Apóstol junto a una mujer vestida de bandera cubana, el objeto –como luna afortunada- emite luz y vivos colores, y contrasta con el verdor de las plantas del recinto.

Otra de las obras, hermosísima, es una imagen horizontal: entre colores intensos, José Martí y el Che Guevara, con una dama al centro, flotan sobre una tierra rodeada de aguas, a la cual protegen. La dama está ataviada con nuestra bandera, y el Apóstol tiene sus ojos cerrados, como si soñara.

En otra de las creaciones ese ángel llamado José Julián ha llegado a la cima de una escalera muy alta, coronada por crestas de palmas reales. Al centro de esa belleza surrealista hay una nube que solo llueve sobre Martí; y él parece un niño travieso, trepado tan alto; y en otra obra, adornado con un lazo gigante asoma con su mirada de mil preguntas, esa misma que en otra propuesta está llena de angustias mientras el hombre excepcional sostiene una flor blanca con su mano izquierda –una flor de la cual liba un colibrí.

Tal vez la obra que cala más fuerte sea la del Apóstol, de pie, teniendo como fondo una bandera cubana de la cual emana luz. Y a la altura de su frente, suspendido, apuntando a su maravillosa frente, el colibrí, símbolo inseparable de las motivaciones creativas de Rancaño. El ave diminuta parece estar libando de las ideas del excepcional cubano, propósito –alimentarse de un pensamiento vital- que también anima al artista.

Señales patrias, homenajes sublimes a un ángel son esas nueve creaciones que por estos días hacen lucir más vivo el gran recinto del Palacio de la Revolución, allí donde la picardía, la angustia y las certezas de las expresiones martianas recuerdan que Cuba es nave inmersa en un viaje único -nave que no se distrae de su suerte verdadera: la de emanciparse continuamente, siempre protegida por seres como el insondable José Julián Martí y Pérez.

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