ARCHIVOS PARLANCHINES: La curandera impostora

ARCHIVOS PARLANCHINES: La curandera impostora
Fecha de publicación: 
27 Marzo 2020
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Falsos sanadores han existido en la Isla desde la época de la colonia. Cientos de ellos logran vivir de sabrosos toda una eternidad a costa de los incautos, a quienes ofrecen hechos sobrenaturales hasta que la Providencia los detiene; otros, por el contrario, son atrapados en el embuste y terminan sus días de santones e inventores de prodigios en el cadalso, la cárcel o el manicomio nacional.    

Entre estos últimos sobresale Antoñica Izquierdo o Ñica la Milagrera, quien «cura» con agua a desahuciados e infelices de todas las raleas. Lástima que se le hayan ido los frenos: prohíbe entre sus adeptos los maestros y las escuelas; los médicos y las medicinas y, al final, como cualquier politiquillo o apolitiquillo, se le ocurre la pésima idea de arremeter contra el voto electoral, por lo cual los dueños del poder en Cuba la enjaula en el hospital psiquiátrico de Mazorra, en La Habana, a fines de los años treinta del siglo anterior.

La historia de Antoñica, quien encuentra su Waterloo durante su reclusión por la sequía imperante en la capital, parece estar inspirada en una célebre embaucadora del centro del país: Rosario Piedrahita, apodada la Virgen de Jiquiabo, una anciana fea y analfabeta, oriunda de un caserío del mismo nombre, enclavado en el municipio de Santo Domingo, en la antigua provincia de Las Villas.

Esta guajira, biografiada con maestría en 1928 por Herminio Portell Vilá en Archivos del Folklore Cubano, logra, a fines del siglo XIX una gran fama en su lugar de origen y en los pueblitos de Ranchuelo y El Roque, donde realiza curaciones extrañas, gracias a la sugestión del enfermo o a la influencia salvadora de ciertas hierbas medicinales.

Ella no usa el líquido vital como Antoñica, sino unos pañitos pertenecientes a las ropas íntimas del paciente, los cuales se frota contra su piel antes de aplicar en la parte enferma o, en algunos casos, esconder en bolsillos o detrás de las puertas. De tales pañitos se esperan todas las noblezas del universo: deben ser eficaces para curar una enfermedad, un dolor, una herida, cualquier tullimiento, un grano, la infertilidad y hasta las desgracias espirituales y económicas de los matrimonios con averías.

Convencida de sus poderes bienaventurados, la Virgen ejerce su profesión como un curato y en una finca-hospital, financiada por bolsillos anónimos, aloja a sus expensas a numerosos dolientes, los cuales alimentan una vanidad que poco a poco se va tornando enfermiza. Antonio Berenguer subraya en sus Tradiciones villaclareñas que, con el tiempo, la campesina logra seducir también a un alcalde llamado Juan Manuel Martínez, lleno de años y penurias anatómicas, quien, impaciente por la lentitud de su «mejoría», envía hacia Jiquiabo a un chino casi ciego para verificar las denunciadas patrañas de la mujer. Al poco tiempo, el asiático regresa, y sin miramientos, desilusiona por completo al burócrata: «Seño, yo ve un poquito meno».

Otros engatusados por la supuesta Virgen son don José Belaunzarán y Galarraga, alcalde interino de Cárdenas, y su esposa, doña María Montoya, quienes, en 1882, la reciben en dicha ciudad junto a una multitud fanática. Los Belaunzarán, nuevos ricos y analfabetos hasta la médula, alojan a la huésped en su suntuosa residencia y, de inmediato, la bruja empieza a recibir a numerosos cardenenses y a decenas de forasteros que llegan a la villa en busca de salud y dicha (la Empresa del Ferrocarril de Cárdenas y Júcaro pone trenes extras).

                 Cárdenas en tiempos de la virgen impostora.

Al principio, no se pide un centavo; sin embargo, pronto la Alcaldesa organiza mejor el asunto: solicita tres pesos por los pañitos bendecidos en el improvisado consultorio y cinco cuando se visita el domicilio del cliente. Esta tarifa es solo para los ciudadanos de exiguos recursos. Los ricos, obviamente, pagan más (se obtienen unos 20 000 pesos de ganancia).

Por fortuna, no todos los lugareños toleran el atraco, a pesar de tener cierta fama de supersticiosos. Don Pedro Sust, cívico periodista, y el poeta Federico Torres Rangel,  fustigan desde el comienzo a la Virgen y, al final, presencian una fenomenal venganza popular: enfermos y moribundos, paralíticos, cojos voceadores de periódicos, calvos insalvables, ciegos burlados por la oscuridad y sordos de cañón se lanzan de súbito a la calle e intentan prenderle candela al palacete de los Belaunzarán con la curandera dentro.

Ante tal avalancha, la Alcaldesa, asustada y arrepentida, dona unos 10 000 pesos al hospital Santa Isabel, de Cárdenas, donde se construye una sala de inválidos bautizada con el augusto patronímico de su esposo. Desde entonces, los cardenenses miran con prevención y escepticismo las bienandanzas por temor a que sean «como los pañitos de la Virgen de Jiquiabo».

Hospital Santa Isabel, de Cárdenas, al cual los Belaunzarán hacen importantes donaciones para que los cardenenses se olvidaran de la Virgen de Jiquiabo.                                                          

A propósito, Fernando Ortiz, experto cazador de falsos altares, hace énfasis en la carencia de originalidad de la vieja, pues los polémicos pañitos habían sido empleados siglos antes por un ermitaño y experto en curanderías que se hace famoso en la comunidad española de Navarra.

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