DE LA VIDA COTIDIANA: ¡Niñadas…!

DE LA VIDA COTIDIANA: ¡Niñadas…!
Fecha de publicación: 
1 Junio 2019
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Francamente, sin ellos la existencia humana sería bien aburrida. Aquí les dejo unas viñetas, algunas presencié y no he podido olvidar pese a los años. Un pequeño detalle a propósito del Día Internacional de la Infancia.

Los piojos de Manolito

Manolito tendría unos cuatro o cinco años. Una mañana, al llegar al círculo infantil, la mamá se quedó sorprendida cuando la “seño” le dijo: “el niño no puede entrar, ¿usted no se ha fijado que tiene piojos?”. Ella quedó sorprendida, pero para él la noticia fue una fiesta.

Ya no habría trabajo para su mamá, ni círculo para él. De regreso, mientras conversaban ella le explicaba que los piojos eran “bichitos feos” que saltaban de una cabecita a otra, por lo que era necesario extremar las medidas de higiene y no había por qué estar contándole a la gente lo sucedido.

El niño la escuchó con atención y un rato después al llegar a la barbería, luego de una extensa cola, cuando el barbero lo cargó para sentarlo en el sillón —por suerte, era el último— lo primero que Manolito gritó a viva voz fue: “Yo tengo piojos”. El barbero, acostumbrado a ese tipo de “fenómeno”, no se alarmó. Le respondió que era algo común y que muchos pequeños llegaban así.

Lo sucedido era, sin dudas, algo grandioso. Y por si fuera poco, cuando llegaron a la parada de la guagua se encontraron a una “seño” del círculo. El niño salió corriendo a su encuentro, la abrazó como acostumbraba a hacerlo, y otra vez gritó: “Yo tengo piojos”. La mamá no sabía qué hacer. El acontecimiento del día fueron los piojos de Manolito.

“Pórtate bien, no vayas a pedir ni agua”  

Ana andaba con su pequeño para todas partes. Rey era un niño intranquilo. Si iban a un restaurante, la comida no le llamaba la atención, le encantaba arrastrarse por debajo de las mesas, halar los manteles. En fin, era un remolino.

La “actuación” era otra si visitaban a una vecina. Entonces el lugar predilecto era pasar por debajo de las camas y revisar las gavetas era toda una diversión. Cuando se hacía silencio, ¡había que correr! Estaba acabando.

Una tarde noche fueron a ver a una doctora que les había citado en su casa. Durante el trayecto, Ana le dijo, previniendo lo que podía suceder: “¡Rey, pórtate bien, no vayas a pedir ni agua!”. Era solo una advertencia.

Hicieron la visita, la doctora lo consultó y Rey no se movió de la silla. La madre imaginó que todo estaba bien. Sin embargo, después de abandonar la casa, el niño miró a la madre y afirmó con cierta angustia: “Mamá tengo sed”.

Ella lo miró sorprendida, con el regaño a flor de labios. Entonces le preguntó: “Hijo, ¿por qué no pediste agua?”  “Mami —le reveló— recuerda que me dijiste que no pidiera ni agua”. Ana sintió vergüenza. El niño prefirió pasar sed antes de incumplir la promesa de que se iba a portar bien.

“Baño nocturno” con dos huevos

Dos amigas hablaban y hablaban. La conversación telefónica parecía interminable. De fondo, se escuchaba la voz de la pequeña Paola, cantaba, regañaba a “Juancito”, uno de sus bebés preferidos. Las dos adultas se contaban las alegrías y pesares de la vida.

En el diálogo Paola era un tema clave. La madre exaltaba sus cualidades; el desprendimiento con los juguetes, los sentimientos que siente hacia los amiguitos. Al fin y al cabo, una madre “enamorada” de su hija es lo más normal del mundo.

Pero entre frases y palabras, historias y anécdotas, el tiempo transcurría, sin que ellas pudieran percatarse de lo tarde que era. “Son las once de la noche”, dijo una, mientras Paola interrumpía la conversación con una frase habitual en los pequeños: “Mamá, tengo hambre”.

La amiga le dijo a la joven mamá: “Atiende a Paola, sírvele un vasito de jugo, de yogurt”. A lo cual ella razonó: “¡Noooo, nada de eso, ahora voy a hacer merenguitos, es lo que ella quiere!”.

“¿A esta hora?” — trató de razonar la amiga.

Y entre uno y otro argumento, se escuchó: “¡Paola!, ¿qué hiciste?”

“¡Merenguitos, mami, merenguitos!” —balbuceó la pequeña.

Pues nada grave, solo había roto un par de huevos y se los había echado encima, una especie de baño nocturno. Al final la interlocutora no supo en qué terminó la historia. Apenas sintió el fuerte estruendo de un auricular colgado con rapidez.

"Chechenia, cho che chamo de choachón" (Yesenia, yo te amo de corazón)

Yesenia es hoy una adolescente, pero la anécdota se remonta a un tiempo atrás, cuando ella tendría unos seis años y ya había iniciado la escuela primaria.  
 

Pues resulta que un niño del aula se enamoró de la linda Yesenia. Pero todo lo pronunciaba con el sonido de la unión de las letras C y H (en la actualidad la CH está excluida del abecedario, ya que en realidad no son letras, sino dígrafos, esto es, conjuntos de dos letras o grafemas que representan un solo fonema). Por lo tanto, así también escribía.

De ahí que la cartica amorosa que escribió decía: “Chechenia, cho che chamo de choachón”, lo cual significaba Yesenia yo te amo de corazón.

La familia guarda la cartica como una reliquia y una de las tías materna de la pequeña ríe a carcajadas cada vez que alguien trae a colación la historia.

Un día, en un encuentro familiar cuando se comentaba lo sucedido, la niña dijo de pronto, como tratando de quitarle valor a lo escrito por el fiel enamorado: “¡Ay tía si ese niño no sabe ni escribir!”. Lo mejor del caso es que —por ese entonces— ella tampoco sabía.

En fin, así son los niños, increíbles, impredecibles, asombrosamente fantásticos. Felices con muy poco.

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Infografía: Katia Sánchez Martínez

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