ARCHIVOS PARLANCHINES: Poeta de las alturas

ARCHIVOS PARLANCHINES: Poeta de las alturas
Fecha de publicación: 
17 Agosto 2018
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Cuando se habla de la globomanía cubana del siglo XIX todos los méritos se los lleva Matías Pérez por aquello de que «Voló como…», sin embargo, creo que vale la pena destacar que junto a este guerrero del aire se destacan otros muchos pilotos, entre los que figura, por derecho propio, el hojalatero José Domingo Blinó, oriundo de La Habana, un hombre innovador e intrépido como pocos, quien es bautizado por sus contemporáneos con el noble apelativo de «Poeta de las alturas».
 

Aunque los hombres siempre han querido elevarse en las alturas y el propio Leonardo Da Vinci dibuja numerosas máquinas voladoras —incluyendo una parecida al helicóptero actual—, lo cierto es que la aparición de los globos aerostáticos no se produce hasta el siglo XVIII gracias a los hermanos Montgolfier, hijos de un francés fabricante de papel y considerados unos precursores: mientras juegan con bolsas de papel invertidas sobre el fuego, descubren que estas escalan hasta los techos impulsadas por el aire caliente.
 

A partir de aquí, no dejan de experimentar, hasta septiembre de 1783, cuando hacen una primera demostración pública con seres vivos: en el palacio de Versalles, ante el rey Luis XVI y su esposa María Antonieta, ponen a volar a un cordero, un pato y un gallo en una cesta anexa al globo para investigar los efectos del viento en las alturas. Luego, el 21 de noviembre del propio año, el físico galo Jean-François Pilâtre de Rozier protagoniza en París el primer vuelo con humanos, el cual dura 25 minutos, alcanza una altura de unos 100 metros y recorre nueve kilómetros.
 

Entonces, cambia la historia. Los aerostatos, esplendorosos y multicolores, gobernadores de la luz y los espacios, permutan el aire caliente por el hidrógeno, empiezan a utilizar el nailon y le echan mano al propano como combustible para el quemador. Así, se hacen seguros y no demoran en sobresalir en las ferias, lonjas, fiestas populares, aniversarios y exposiciones mundiales, donde dan pie a una histeria colectiva de muy buena data.
 

San Cristóbal de La Habana, imponente mercado del espectáculo, donde triunfan las figuras de cera, con Napoleón y Julio César al frente, la exhibición de animales raros como un orangután hembra de prácticas indecorosas, y las peleas de perros contra tigres y otras fieras, no está, por supuesto, ajena a estos progresos. En la temprana fecha de 1796 es lanzado un globo sin pasajeros desde una casa de la calle Sol, y el 19 de marzo de 1828 el francés Eugene Robertson toma altura con un artefacto similar en la engalanada Plaza de Armas y cae en el potrero de Nazareno, cerca del pueblo de Managua, después de haber recibido la importante suma de 15 000 pesos (en 1835 repite la experiencia en la capital de México).
 

Esta proeza es presenciada por el capitán general de la colonia, Francisco Dionisio Vives, y forma parte de los jolgorios vividos durante varios días en la capital para celebrar la inauguración, ese día 19, del Templete, histórico edificio de carácter neoclásico erigido en el mismo lugar donde, en 1519, se celebró la primera misa y se reunió el cabildo primigenio de la villa.
 

Catorce meses más tarde, la orleanesa Virginia Marotte, primera mujer aeronauta en Cuba, también se arriesga a bordo de un globo colocado en el Campo de Marte. La amazona se desploma en la tenería Xifré, en el barrio de El Cerro, y junto al  francés Adolfo Theodore —realiza tres ascensiones en 1830—, le aprietan el zapato a un habanero decidido a entrar, como sea, en la crónica aérea. Álvaro de la Iglesia refiere en sus Tradiciones cubanas:
 

«…el último éxito de Theodore despertó el amor propio cubano, que no tardó en revelarse en el hojalatero José Domingo Blinó, un jorobado muy ingenioso que recibe el apoyo de una colecta pública: construyó él mismo su globo con el apoyo de eminentes profesores de Física y Química (el primero nacido aquí) y preparó el gas hidrógeno para inflarlo, lo cual representa en aquella época un gran mérito. Sin temor a que se le rompiera el rudimentario montgolfier, ni al brisote reinante, se lanzó a los aires el 30 de mayo de 1831, desde la plaza de toros del Campo de Marte, a las seis y cuarto de una tarde tempestuosa. Era un valiente que se ganó la admiración pública. El globo, empujado por el viento, se alejó con rapidez, y ya a gran distancia de la tierra, arrojó al espacio palomas, flores, versos y, por último, ¡dos cuadrúpedos en un paracaídas! La historia no lo revela: se nos antoja imaginar que eran chivos.
 

«A las siete de la tarde, el globo se perdió de vista, quedando el público lleno de consternación, circulando a las pocas horas numerosas “bolas” que situaban al navegante en Yucatán o la Florida. Como a los dos días un suplemento del Diario de La Habana —tirada extraordinaria que ordenó el general Vives— tranquilizó al pueblo. Blinó había caído bastante cerca: en Quiebra Hacha, a una legua al suroeste de Mariel».
 

El hojalatero, un visionario que trabajaba en un taller en la calle Teniente Rey, es localizado por el negro libre Julián Povea, quien lo ayuda a reunir los recursos necesarios para su regreso a La Habana, y de inmediato se convierte en el tema de numerosos poemas (un «chubasco de seborucos poéticos», como dijo un bromista), que son recogidos por Boloña en una obra de cien páginas.
 

Más adelante, realiza un segundo intento en la vecina Matanzas, con muy mala fortuna. Su aparato cae en una azotea de la Plaza de la Alameda tras haberse elevado apenas unos centímetros. La prensa atribuye el desastre a los malos manejos con el gas de algunos envidiosos, sin dar detalles concretos sobre el temple y la terquedad de Blinó, quien, sin demoras, parte rumbo a Nueva York en busca de una esfera de mayores dimensiones y, a su regreso, enferma de gravedad y muere en el barco.
 

Las aventuras de José Domingo Blinó son continuadas, con los años, por Boudrias de Morat y Godard, dos galos tan encantadores como excéntricos, y por el portugués Matías Pérez, el «Rey de los Toldistas», quien empezará sus avatares mundanos como un humilde cocedor de velas y terminará enredado en el mejor anecdotario de las Mayor de las Antillas. Aunque estas son ya otras historias…

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