ARCHIVOS PARLANCHINES: Los billeteros de Pinar

ARCHIVOS PARLANCHINES: Los billeteros de Pinar
Fecha de publicación: 
29 Junio 2018
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En los años cuarenta y cincuenta del siglo anterior, la provincia de Pinar del Río, mal llamada Cenicienta de Cuba, lo intenta casi todo para tratar de ponerle trampas a la miseria; pero, logra muy poco: los politiqueros arañan sin piedad el tesoro público, la industria tiene el síndrome de la tortuga, la producción tabacalera es el tesoro de unos pocos y la agricultura está en manos de terratenientes y comerciantes inescrupulosos que pagan salarios muy bajos a los jornaleros y encarecen los productos. En consecuencia, muchas familias, víctimas además de un persistente desempleo, viven con nublados en el estómago y huyen, casi a diario, de la amenaza de desahucio en un juego donde el gato casi siempre se come al ratón.

Esta situación provoca que la capital provincial se llene de desvalidos, merodeadores y buscavidas, cultores todos de «la lucha», el cuento y el invento, entre los que se encuentran los billeteros, los decanos de los pregoneros del territorio, quienes son un anecdotario permanente, no solo por su elevado número, sino por la jocosidad de sus representantes, tan habituales como los feos postes de tendido eléctrico.
 

La mayoría de ellos pululan con enormes pancartas —llenas de decenas y centenas— y logran hábilmente que en sus pregones los números adquieran una equivalencia simbólica con algún animal, mineral o fuerza de la naturaleza (a menudo los asocian a figurones de la comunidad y arman el escándalo). El barniz religioso es también innegable (Vaya, San Lázaro el diecisiete / que se juega el sábado. / Mira que aquí llevo la Caridad del Cobre…).
 

Entre los billeteros se pueden distinguir varios tipos: en primer lugar sobresalen los de «porte aristocrático» que se mueven poco para mostrar sus charadas llenas de guarismos sin interactuar mucho con la gente; a renglón seguido, se ubican los «inquietos», quienes sacuden una y otra vez sus cartones colgantes y con voces de tenores de pacotilla lanzan al aire el pregón sugestivo, y, al final de la cola, calientan el entorno, como las maracas y la rumba, los «desvalidos» (ciegos, paralíticos, ancianos…), devotos de una frase rectora de los pobres diablos: «El que puede hacer, hace, el que no, vende billetes».

Alusión aparte merece el niño-billetero, obligado por la pobreza a abandonar la escuela, y eficaz a fin de cuentas por la temeridad de sus pocos años y el valor sicológico y emotivo de sus cándidas tácticas de venta.
 

En este conglomerado manda Alejo el Ciego, fetiche de los billeteros de Pinar del Río. Dicho sujeto pierde la visión en su juventud por una explosión ocurrida en las Minas de Matahambre, donde trabaja como minero, y se radica en Rancho Grande, en las estribaciones de la capital provincial, para convertirse en un suceso cotidiano. Forma un grupito de músicos aficionados junto a sus vástagos y amigos con el propósito de tocar en fiestas, cumpleaños, navidades y otros jolgorios —acepta lo que deseen regalarle— y se dedica a la venta de billetes de lotería con una alegría y una sonrisa permanentes. Es muy respetuoso y amable, no obstante no es bueno provocarlo en demasía. Algunos fastidiosos le gritan:
 

—¡Alejo, dame el siete…!
 

Y él responde de inmediato:
 

—No… no… no… del «feroz» ni un meñique…
 

El joven historiador de Vueltabajo me contó no hace mucho cuando recorrí esa zona buscando temas para Relatos del Occidente, mi último libro, que Alejo El Ciego, llegó una tarde a una pescadería del Mercado de Pinar y pidió varias docenas de cangrejos vivos. El dependiente se los echó dentro de su saco, presuroso. Sin embargo, Alejo los tocó con el bastón y sintió que estaban muy quietos. Algo preocupado, preguntó:
 

—Oye, ¿y estos cangrejos por qué no se mueven…?
 

—No… es que se fajaron anoche y algunos están muertos…
 

—Bueno, échame entonces de los que ganaron…
 

Por supuesto, hay billeteros sin carisma que tampoco tienen gracia para pregonar y se juegan el pan diario emitiendo silbidos que seducen a las turbas de mocetones famélicos o utilizando cualquier otra artimaña encaminada a llamar la atención del vecindario. Nicolás Guillén, nuestro Poeta Nacional, es rotundo sobre el asunto en un artículo dado a conocer en la revista Signos en 1977: «Y es que el pregón del billetero tiene sus secretos. Por algo es un arte que no todo el mundo puede dominar. Sólo los elegidos, los que escalaron cumbres muy altas, alcanzan éxitos sorprendentes».

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