ARCHIVOS PARLANCHINES: Los fotógrafos del Capitolio

ARCHIVOS PARLANCHINES: Los fotógrafos del Capitolio
Fecha de publicación: 
21 Abril 2018
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Hasta mediados de los años sesenta del siglo anterior, los hombres de campo de Cuba mantienen la costumbre de tomarse una foto en el Capitolio Nacional cuando vienen a La Habana. Este no es un hecho trivial; es, en propiedad, un bautizo de urbanismo cosmopolita que, por necesario, no se olvidará. Sin embargo, cuando los habaneros de nacimiento o préstamo ceden a la idea de posar para la postalita en la escalinata del edificio más emblemático de la Isla, arriesgan una catástrofe:
 

—Guajiros… guajiros —vociferan los bromistas.
 

En el 2010, cuando se inician las labores de restauración del Capitolio, subsisten allí varios fotógrafos tratando de mantener una tradición sublime y heroica, a pesar del asedio de las cámaras de bolsillo y de los teléfonos celulares. Pertenecen a la Oficina del Historiador de la Ciudad, pero no tienen uniformes y sus cámaras, unas rústicas armazones de cedro forradas con formica para evitar la acción del agua e impedir que entre luz, reflejan cierto desaliño y no dan mucha confianza.
 

Aun así, no se les puede quitar el orgullo de ser los herederos de decenas de españoles, polacos, rusos y chinos, quienes, atrincherados en el Paseo del Prado, en el Parque Central, en el portal del teatro Payret, frente a la cigarrera Partagás o en la Fuente de la India, no se cansan durante las décadas del cuarenta y el cincuenta de regalar trascendencia a los peregrinos, militares con pases y tórtolos gozosos con las «fotos del corazón».
 

Estos artistas, bautizados en los años cincuenta como «Los Guerrilleros», viven balaceras en diversos escenarios de la capital y viajan por el país con sus armatostes a lomo de mulas, arrastrando una vida roñosa y llena de estoicismo. Casi todas las cámaras de los «cajoneros» de esos tiempos tienen lentes de principios de siglo (los hay hasta de 1909), los cuales funcionan a la perfección y pertenecen a la reconocida marca Kodak. Sus fotos son en blanco y negro y tienen unos nueve centímetros de largo por cuatro de ancho.
 

Con sus pequeños laboratorios portátiles, a  veces, logran hacer fotomontajes con bastante nitidez donde aparecen personajes famosos como Bruce Lee y Michael Jackson, y hasta los habituales corazones que le sirven de telón de fondo a las entregas del 14 de Febrero, sin olvidar, claro, a la majestuosa cúpula, la cual se ríe de lo arcaico del procedimiento y del precio irrisorio de la oferta.
 

«Cuando los campesinos dejaron de venir, llegaron los extranjeros, a quienes esto les llama la atención. Ellos nos traen el papel especial y hasta los químicos; aquí tenemos escasas posibilidades de conseguir estos materiales —me indica José Luis Gallo Fernández, uno de los veteranos—. Creo que somos los únicos fotógrafos en el mundo a quienes los entrevistan o les hacen grabaciones junto a sus cámaras. ¡Ah!, y a veces nos llegan recuerdos: hace poco se apareció una brasileña con una estampa donde se ven creadores de su país igualitos a nosotros.
 

«Este oficio existe en Segovia, España, en México y varios sitios más. A cada rato, viene alguien y nos asegura: “Yo los vi en Francia en una revista… en Inglaterra…”. También se da lo contrario: unos griegos nos tiraron unas instantáneas escondidos, hicieron una revista, y esta nunca nos llegó. Hemos captado a importantes de afuera, como el embajador de Francia en Cuba, quien no pagó; según él, no tenía dinero».

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Los clientes siempre se van con su foto

 

El cronista Rolando Aniceto destaca en uno de sus libros que, gracias a estos artistas, «las imágenes capitolinas y capitalinas llegan hasta casi todos los rincones del planeta». Y, es cierto, a pesar del desprecio y la insensibilidad de algunos. Alberto Pagés Ortiz, otro de los decanos de un gremio donde se mezclan el arte y el negocio, me comenta:
 
«Embullamos a los foráneos que se acercan en castellano o con el inglés de la calle. El recuerdo, la nostalgia, creo yo, son las mejores recomendaciones. Algunos llegan acobardados pensando que nuestras postales se ponen amarillas y varias boberías más. En realidad, la imagen como tal puede durar diez o quince años según su conservación. Lo que sí es seguro es que nadie se va en blanco: si fallamos se vuelve a repetir el negativo hasta lograr lo óptimo. Nuestras cámaras, mediante la luz, captan las imágenes en el papel y nosotros lo que hacemos es revelarla. Trabajamos de nueve a siete de la noche y hay temporadas medio malas por la falta de afluencia de los amigos del exterior.
 

«Gracias a Dios, a ratos, nos movemos a la Divina Pastora, donde preparan almuerzos para los turistas, al hotel Habana Libre y a la embajada de Francia, donde hacemos la crónica de las delegaciones. En los ochenta pasábamos los tres meses de verano en la playa de Guanabo. Ahora no nos dejan; al parecer, los químicos contaminan la arena. La televisión nacional nos ha hecho varios reportajes y en 1987 protagonizamos el documental «Quietos… ¡Ya!»… del director Guillermo Torres… fue una gran experiencia».
 

En particular, creo que, más allá de consideraciones estéticas y tecnológicas, los viejos «minuteros» (sus cajones son de tiempo) le agregan al Capitolio Nacional una nota bohemia y llenan de evocaciones a los cubanos amantes de nuestra memoria histórica. Actualmente, a algunos de ellos se les puede ver en el Parque Central, donde languidece sin penas ni glorias. Sin embargo, muchos soñamos aún con una foto de la añoranza, con la escalinata al fondo, y la renovada sede del Parlamento cubano más altiva que nunca… ¡aunque los burlones nos pasen la cuenta!

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