Madre a la cubana

Madre a la cubana
Fecha de publicación: 
14 Mayo 2017
0
Imagen principal: 

Los jóvenes suecos abandonan el nido paterno en torno a los 19,6 años como promedio, los noruegos lo hacen a los 18, al terminar el bachillerato; y los estadounidenses a los 24, en tanto los españoles casi alcanzan la treintena antes de decidirse a partir.

En Japón, los muchachos dicen adiós al nido cada vez más tarde, sobre todo las chicas, porque la edad para el matrimonio se ha ido postergando. Y eso, sin contar al cerca de medio millón de japoneses aquejados de hikikomori, como le llaman a la decisión de aislarse de la sociedad, encuevándose en casa de sus padres sin salir siquiera a la escuela. Así pueden permanecer meses y hasta años.

Por su parte, los jóvenes africanos viven mayoritariamente en zonas rurales –el 70 %-, de ahí que lo hagan usualmente junto a su familia de origen aportando la mano de obra agrícola que la casa necesita para aumentar su peculio. Una gran cantidad de jóvenes iletrados o que abandonaron tempranamente la escuela no puede competir por los escasos empleos en las ciudades e igual comparte techo y junta hombro con su parentela en las labores del campo.

Desde razones salariales, el precio de alquileres o de los inmuebles, las fuentes de empleo, la capacitación, hasta la existencia de becas y ayudas gubernamentales, pasando por estilos de crianza y valores tradicionales de las familias… una complicada urdimbre de motivos condiciona las edades en que, en las distintas regiones del planeta, los hijos abandonan su hogar de origen.

En Cuba, muy variadas condicionantes hacen que los hijos no puedan imitar a sus coetáneos de otras latitudes, y así, bajo un mismo techo a veces conviven no dos sino hasta tres generaciones. Familias extendidas junto a razones de orden cultural y hasta de idiosincrasia, hacen que Mamá sea distinta a otras madres del mundo.

Aunque el hijo(a) ya mantenga una relación estable con su pareja, también bajo techo común, mamá le preguntará antes de irse si desayunó o si tomó las vitaminas, como si su interlocutor apenas levantara seis cuartas del piso.

Las madres cubanas somos muy sobre protectoras. Para nosotras, los hijos e hijas nunca crecen, aunque porten barbas o carguen con un vientre de cuatro meses de gestación.

Les advertimos y aconsejamos como si el cordón umbilical no hubiera sido cortado y siguiera ahí, uniéndolos a nosotros. Por eso, también les esperamos hasta el amanecer asomadas al balcón o dándonos sillón en la sala, o varadas en la misma página de un libro de la que no podemos comprender ni una palabra, porque todas las palabras y todos los pensamientos están puestos en su regreso de la discoteca o de la reunión que no termina.

Claro, eso no les pasa a las madres suecas, ni noruegas ni… porque ni se enteran de cuándo el muchacho o la muchacha salen a pasear por el aquello del calabaza, calabaza, cada uno pa’ su casa; o mejor, en su casa.

Las madres cubanas les revisamos las orejas a ver si las tienen bien limpias y, poniéndonos en puntillas, hasta se las limpiamos con un algodón empapado en colonia; eso, claro está, cuando nos lo permiten.

En casos como esos, y en otros -como cuando les chiqueamos el nombre delante del jefe o de la pareja por conquistar-, ocurre algo muy singular y también enternecedor: ellos nos dejan hacer.

Con una paciencia maternal –y valga la paradoja- nuestros hijos grandes a veces acceden a que los “apuchuchemos” delante de la gente y les recordemos que se laven la boca después de comer.

Respiran hondo y cuentan hasta tres, hasta diez, porque saben que el amor de madre, de la madre cubana, es así. Porque así ya son o serán ellos con sus hijos.

Porque no olvidan que cuando quedaba un solo muslito de pollo en el congelador, se lo guardábamos, y con discreción, a riesgo de alguna mirada fulminante, echábamos en la cartera el dulcecito que nos habían dado en aquella reunión importante para que fuera él quien lo disfrutara.

Estoy casi segura que escenas como esas no abundan en la madre tierra; aunque, claro, las hay peores: madres con hijos desaparecidos, asesinados, torturados, agonizando por sarampión o tuberculosis, desnutridos, o muriendo literalmente de hambre, que quizás se salvarían con el dulcecito escondido en la cartera.

De todas formas, las madres cubanas somos bien singulares; por eso, nuestros hijos también lo son. Por eso, cuando crecen, les va brotando una singular ternura que los hace tratarnos tan maternalmente como nosotras a ellos.

Y se preocupan entonces por si compramos la medicina, por cuándo vamos a pintarnos las uñas esas, por traernos las galleticas que nos gustan, y por abrazarnos fuerte, muy fuerte, en un día como hoy, y, lo más importante, todos los días de la vida que les dimos.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.