Mucho ruido y muchas malas nueces

Mucho ruido y muchas malas nueces
Fecha de publicación: 
19 Abril 2017
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La sonora es de las contaminaciones ambientales que más perjudica la calidad de vida. Su enfrentamiento debería ser más efectivo y nadie debería aceptar la justificación de que «los cubanos somos así».

Tengo una amiga que está entre las pocas cubanas y cubanos que no se alegran cuando llega el pollo.

A diferencia de la gran, grandísima mayoría, ella empieza a cruzar los dedos desde que ve enrumbar el camión con las despechugadas aves.

Sucede que vive en los altos de una carnicería, y desde el primer día de la “arribazón”, su apartamento se estremece hasta las lámparas cada vez que el carnicero lanza contra el suelo las cajas del pollo congelado.

No es una ni dos veces, a cada ratico y durante los días que se esté despachando la cuota, a mi amiga le retumban las mañanas y también las tardes en su apartamentico del Vedado. En ese período, le es imposible trabajar, ver televisión, hablar por teléfono, leer, escuchar música…

Si alguien se estaba poniendo las botas pensando que aquí se escribiría sobre el peso de más que se anota el pollo por tanto hielo que le acompaña —casi le podría dar envidia a focas y pingüinos—, lamento decepcionarlo. El tema es bueno, solo como punta de un iceberg, pero no es el de hoy.

En esta oportunidad al centro de la diana se sitúa el ruido, el que hace el dichoso carnicero del cuento, y todos los otros sonidos que contaminan nuestro ambiente acústico, resultando muchas veces más nocivos e insoportables que pollos congelados lanzados contra el suelo.

Aunque eso sucede durante el año entero, atentando contra la calidad de vida y la salud, la ocasión se vuelve ahora particularmente propicia atendiendo a que el último miércoles de este abril se celebra el Día Internacional de Concienciación sobre el Ruido, como ocurre desde hace 21 años.

Como mismo cada ciudad posee olores y hedores que la hacen única -casi como un documento de identidad-, también los sonidos y ruidos generados en cada urbe le confieren identidad propia.

Por eso, los ruidos que tienen lugar en La Habana y en el resto de las ciudades cubanas de seguro no se parecen mucho a los que contaminan el entorno de otras urbes. En España, por ejemplo, sus habitantes calificaron entre los ruidos más molestos a los de obras (construcciones), los ladridos de perros, el camión de la basura y el tráfico en general.

Apuesto a que los pregones que se escuchan en mi edificio al nacer el día nunca han resonado en geografías europeas u otras: “Compro cualquier pedacito de oroooo”, “Arreglo colchones en la casa”, “Se compran pomos de perfume vacíos”…

No tengo nada en contra de quien quiera forrar colchones a domicilio, pero sí que lo anuncie a las 7:00 de la mañana de un domingo. Del reguetón a domicilio ya no voy a hablar.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en torno a un 80 por ciento de la población que habita en las grandes urbes sufre de un impacto acústico superior al recomendable, que es de unos 65 decibeles.

Ese es el límite máximo al que pueden exponerse las personas sin sufrir malestares. Y dichas molestias incluyen desde enfermedades relacionadas con la audición, consecuencias cardiovasculares, ya que el ruido puede acelerar el pulso, la frecuencia respiratoria y elevar la presión arterial, hasta desencadenar cefaleas y migrañas.

Las dificultades para conciliar el sueño y preservarlo se incluyen entre los perjuicios más nocivos que puede provocar el ruido debido a todas las afecciones que pueden derivarse de no dormir bien.

Eso, sin olvidar que el ruido también puede acarrear molestias digestivas y también trastornos sicológicos asociados al estrés, la falta de concentración, fatiga, trastornos del sueño e irritabilidad.  

Sí, los ruidos pueden causar mucha irritación. Pero no debería bastar con ese disgusto que va transformándose en casi furia, rabia, a medida que los incómodos sonidos van subiendo el volumen, lo mismo si se trata de un chofer que suena insistentemente el claxon para recoger a alguien en medio de la madrugada que si es el vecino de arriba celebrando el amanecer con una música que puede escucharse en toda la manzana.

Las fuentes de origen de los ruidos pueden ser el transporte, construcciones e industrias, la propia dinámica de la comunidad incluyendo los estilos de vida de las familias, y también las formas de recreación, con énfasis especial en la música de clubes, bares, discotecas y también en reproductores de música como los portátiles y no portátiles. Todas causan molestias.

Pero junto al disgusto deberían crecer también acciones muy diversas para combatir el ruido, considerado en la actualidad por los entendidos en el tema como una de las contaminaciones ambientales más molestas y con mayores impactos negativos en el bienestar de la población.

Ahí está la ley 81 del Medio Ambiente en su apartado 147 indica que está prohibido emitir, verter o descargar sustancias o disponer desechos, producir sonidos, ruidos, olores, vibraciones y otros factores físicos que afecten o puedan afectar a la salud humana o dañar la calidad de vida de la población.

Se le suman el Decreto Ley 141/1988, los códigos de Seguridad Vial y Civil, y el Decreto Ley 200 de 1999 que a propósito de las contravenciones en materia de medio ambiente recoge medidas y sanciones para los infractores y faculta al Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente a dictar cuantas disposiciones resulten necesarias para la mejor aplicación de dicho instrumento legal.

Disposiciones, decretos, leyes y cuanto se haya regulado en este sentido habría que hacerlo cumplir, y si ya estuvieran desactualizadas estas normas, deberían dictarse otras más a tono con la contemporaneidad. Pero que nadie ande con justificaciones como esa de que “los cubanos somos así”. Los cubanos no tendríamos que ser así: maleducados, desconsiderados, indisciplinados, infractores de la ley, calificativos todos que les tocan a los ruidosos.

Desde el diálogo amistoso por el vecino para hacerlo entrar en razones, hasta la denuncia de su desconsiderado actuar, unido al accionar de las autoridades con la seriedad y eficacia que la población merece podrían armar una cacería de decibeles muy exitosa.

Audífonos ensordecedores

Hasta aquí se ha hablado del daño que unos pueden causar a otros a causa de la contaminación sonora, pero cuánto más puede añadirse sobre aquellos que, sin una gotica de amor propio, se hacen daño a sí mismos.

Un estudio publicado en línea el año pasado por cinco médicos del Hospital Universitario Clínico Quirúrgico Comandante Faustino Pérez Hernández, de Matanzas, revela cuán severo puede ser el impacto negativo del  uso indiscriminado de dispositivos de audio, los conocidos audífonos.

Los doctores Diancys Barreras Rivera, Carmen Lidia Peña Casal, María de Lourdes Arnold Alfonso, Javier Alfonso Rodríguez y José Angel Llerena Suárez lograron determinar la discapacidad auditiva producida por el mal uso de dichos dispositivos entre jóvenes y adolescentes.

Luego de estudiar los casos de quienes acudieron entre enero del 2014 a febrero del 2015 a las consultas de Otocirugía y Audiología de su hospital, concluyeron que el grupo más afectado fue el de 20 a 24 años, y que mayoritariamente, un 65.6%, los perjudicados eran del género masculino.

Aseguran estos investigadores que si el oído se expone por más de 60 minutos seguidos a altos decibeles trasmitidos por estos aparticos, el oído interno no puede desplegar sus mecanismos protectores, profundizándose y perpetuándose el daño; y un 93.7% del total de pacientes estudiados así lo había hecho.

Al evaluar el empleo de audífonos intra y extraauriculares, determinaron que la totalidad prefería usar los primeros porque entregaban mayor presión sonora.
 

Pero al introducirse estos audífonos de un modo tan profundo en el conducto auditivo externo, “se produce un mayor impacto en el tímpano, la cavidad queda sellada,  penetrando todo el sonido en la cóclea.

“El conducto, a su vez, es amplificador de intensidad, que al encontrarse bloqueado aumenta su eco o resonancia. De lo anterior se deduce que mientras más pequeño es el audífono más daño produce la onda sonora cuando la intensidad sobrepasa los valores de confort”, señalan estos estudiosos.

Los jóvenes y adolescentes estudiados por estos doctores fueron al hospital por síntomas como irritabilidad, insomnio, labilidad afectiva y trastornos en el rendimiento profesional, pero pocos los asociaban con el uso abusivo de los dispositivos de audio a altas intensidades.

Además de estos desórdenes de orden psicoafectivo, se comprobó que el 84.3% tenía hipoacusia aunque no se habían dado cuenta de padecerla. El 75% había acudido en busca de ayuda médica porque sentía ruido en los oídos –tinnitus- y habían ido al médico porque si en un principio sentían este malestar de un modo leve, ocasional e intermitente, ya se les había hecho permanente, intenso y, lamentablemente, no modificable.

Al mismo tiempo, el 53,1% tenía dificultades para comprender qué le decían, sobre todo si era en ambientes ruidosos, y eso había provocado en más de la mitad de estos pacientes depresión, trastornos del sueño e irritabilidad.

Con independencia de los perjuicios para la comunicación interpersonal, e incluso para la vida cuando se está cruzando una calle, que puede acompañar a aquellos que viven con los audífonos permanentemente enganchados, valdría hacerles saber a ellos ya quienes les quieren bien, que solo 80 decibeles pueden causar daños irreversibles a la audición y cada vez estos dispositivos entregan una mayor presión sonora.

¿Cuándo parar?

“El desarrollo tecnológico implica desarrollar nuevas estrategias para ubicarlo a los pies del hombre y no como elemento generador de morbilidad (enfermedad)”, sentencian los doctores autores de la investigación mencionada.

Asimismo, suscriben que el diagnóstico de daño auditivo por exposición crónica a sonidos de altas intensidades, muchas veces se hace tardío y cuando el daño ya está hecho, a pesar de los ensayos clínicos con variados fármacos, la mejor y más segura opción sigue siendo la prótesis auditiva.

De ahí que lo mejor sea prevenir, educar para impedir el daño auditivo.

Es imprescindible que los ciudadanos tengan la opción de participar en las decisiones tecnológicas que les atañen directamente y para ello es necesario que tengan conocimiento, no solo de los aspectos tecnológicos básicos, sino de las consecuencias de la implementación tecnológica.

Interactuar con los avances tecnológicos no es solo asunto de contemporaneidad, comodidad o moda, requiere también, sensacionalismos aparte, conocer qué consecuencias negativas puede acarrear su uso.

Y aquellos que usan audífonos deberían conocer que deberían emplearlos a menos del 60% de su potencia máxima y solo durante 60 minutos cada vez.

Ya sea por el empleo de audífonos, o por la contaminación sonora ambienta, pero no es casual que, a nivel planetario, la pérdida auditiva acontece cada vez más prematuramente. Si décadas atrás acontecía en torno a los 60-65 años y sobre todo a causa del envejecimiento (presbiacusia), ahora la sufren quienes tienen entre 40 y 59 años de vida.

En este caso, el conocido refrán de “Mucho ruido y pocas nueces” queda descalificado por los tantos daños que sí ocasionan los altos decibeles. Habría entonces que tomar conciencia de cómo muchos ruidos van sembrando muchas malas nueces, y actuar en consecuencia.

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