A fuerza de piscina

A fuerza de piscina
Fecha de publicación: 
5 Abril 2012
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Malacostumbrados como estamos a un concepto hollywoodense de lo que es acción, generalmente recibimos filmes como Las acacias (Pablo Giorgelli, Argentina), que se fue sin Corales en el 33 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, y como La piscina (Carlos M. Quintela, Cuba), con silencioso escepticismo. ¡Cuánto sucede entre aquellos cuatro muchachos y su entrenador de natación, cuánto cambia, sin que la historia se llene de tiroteos, patadas y piñazos!

 

Pero lo anterior fue solo un largo paréntesis, La piscina no merece que se mencionen palabras como Hollywood o tiroteos, porque busca justo fuera de ese saco. Su joven creador, Carlos M. Quintela, quiere que un día en la vida de sus personajes sea lo mismo que para nosotros, personajes de la vida real.

 

No pretende forzar esas pocas horas alrededor de una piscina para que condensen la experiencia de muchos años. No quiere que todos los conflictos de sus personajes se vayan acumulando como gotas en una copa hasta que todo explote y alguien llore, o muera, o se vaya para siempre, como en una pieza de teatro.

 

Solo pide espectadores sedientos de humanidad ajena, lo suficiente interesados en el hombre sin afeites dramáticos como para observarlo durante más de 60 minutos en su compleja desnudez. Somos espías de algunos instantes de un día cualquiera en la vida de estos cuatro adolescentes y un joven profesor de natación.

 

Y nos sucede en este caso lo que con el vecino, o la persona que comparte con nosotros una mañana cualquiera y por unos minutos la misma guagua: Los personajes de Quintela, como ellos, nos dejan muchas preguntas y solo algunas respuestas de lo que son. Mientras rueda La piscina, nos cuestionamos por qué hasta el momento hemos aceptado que el cine y la narrativa y la dramaturgia nos ofrezcan de un hombre, solo algunas incógnitas que luego terminarán respondiéndose justo antes de que caigan los créditos o el telón o la última página.

 

La vida de un individuo no es para Quintela  y el guionista del filme, Abel Arcos, una ecuación resuelta, y lo prueban además con una etapa tan compleja como la adolescencia. ¿Cómo podríamos nosotros sacarles respuestas a cuatro muchachos que aún no se descubren a sí mismos, que no conocen sus límites ni potencialidades?

 

Vistos desde lejos, tal como se nos muestran al comienzo, tenemos una chica a la que le falta un pie, un joven minusválido, un síndrome de Down y un muchacho que por alguna razón desconocida ha decidido no hablar más.

 

A medida que los vamos conociendo (no a pasos largos como en el cine tradicional, sino flashazo a flashazo como en la vida) descubrimos que estas etiquetas con las que solemos calificar todo tipo de personas no alcanzan para definir a un sujeto. Ningún síndrome de Down se parece a otro; y los minusválidos no son carentes en otros aspectos, o lo son en la misma dosis que cualquier otro ser humano.

 

Hasta estas profundidades nos lleva La piscina, nos hunde en nosotros mismos hasta sentirnos carentes y diestros en la humana dosis en que lo son estos personajes.

 

La mudez voluntaria (o ¿en qué medida involuntaria?) de uno de ellos, un muchacho de buena disposición física; nos completa el discurso de la película en este sentido. Los verdaderos límites existen en la mente. Por momentos quisiéramos hacerle como la chica discapacitada, forzarlo para que hable, no dejarlo salir a la superficie hasta que diga al menos una palabra.

 

Luego comprendemos que las palabras dicen, pero no aún lo suficiente sobre alguien. Y comprendemos el sentimiento de retadora frustración que implica ser humano, no conocer a nuestros semejantes como si fueran libros abiertos, y no poder amenazarlos para que nos permitan leerlos.

 

De todas formas, para cualquier ser humano la naturaleza propia es un misterio. ¿Cómo revelar a otros un paisaje de nosotros mismos que aún vemos como en penumbras? Oscar, el muchacho que no habla, como cada uno de sus compañeros, aún no sabe que es un nadador, y no comprende que los verdaderos brazos y pies para nadar en esa piscina que es la vida están en su cabeza.

 

Habría que decir que la fotografía, el sonido y la edición de La piscina lograron un acople encomiable (que seguro viene del guión técnico); que este filme huye de las redundancias, que sitúa al espectador en una posición más creativa. Nos permite, por el ruido, imaginar la acción; por la voz, imaginar al hombre; por el rostro, imaginar la idea.

 

Se agradece esta desautomatización, este desmontaje crítico del lenguaje cinematográfico; que parecía en Cuba, después de la salida de Titón y Solás, un tanto estancado (y pasamos por alto, como los intentos fallidos que generalmente son, esas tomas con Parkinson, y esos pestañazos de planos; que se venden muchas veces como revolucionarios cuando de pedantes no pasan).

 

El entrenador observa los conflictos de cada muchacho, sus miedos y aspiraciones, como del pasado que representan para sus treinta y tantos años. Las edades van haciendo caer algunas preguntas como frutas maduras.

 

Pero quizás el significado de este entrenador en La piscina vaya más allá. Quizás. Él observa a los muchachos, los escucha y les pregunta como un Buda, como una especie de semidiós que todo lo conoce. Y cuando a su alrededor se preguntan por la utilidad de la piscina para estos chicos que no van a ganar olimpiadas, él hace silencio y se guarda la respuesta. Solo les pide que vuelvan al día siguiente.

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