¿Qué pasa en Libia?
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Han pasado más de dos años desde el derrocamiento y asesinato de Muamar el Gadafi en Libia y Estados Unidos ya no está eufórico, a pesar de tener el mayor control de su petróleo; la Organización del Tratado del Atlántico Norte se muestra insegura en el manejo de los hilos para la gobernanza de la nación árabe, y la inteligencia occidental no puede controlar a los grupos que infiltró y utilizó a su antojo, aprovechando las divisiones tribales y los intereses individuales y egoístas.
Es difícil asegurar quién manda en el país, porque no hay un verdadero poder, impera la violencia y se expanden las amenazas de elementos armados que en los más recientes tiempos lograron secuestrar temporalmente al premier local y atacar a la Embajada de Rusia, luego de hacerlo con la norteamericana —donde asesinaron al embajador— y la francesa.
Nada, que son unos “ingratos” estos elementos que fueron utilizados en la agresión y defenestración de un gobierno que, con más virtudes que defectos, se preocupó por elevar la calidad de vida del pueblo libio.
Lo cierto es que la prensa occidental presentó la situación post Gadafi como la del paraíso terrenal imitativo del desarrollo de las naciones occidentales. De ahí, narraciones como esta, que lo mismo provienen de los periódicos españoles, británicos y norteamericanos, que de cualquiera de las agencias al servicio del Imperio:
“El bullicio reina en Trípoli. La capital ha recuperado el pulso perdido durante los ocho meses de guerra, entre febrero y octubre del 2011, que puso fin a 42 años de dictadura. Brotan cafeterías con nombres como Versalles, Veranda, Roma o Morganti. La casa BMW estrena un lujoso concesionario. Pronovias abre en Gargaresh, la zona chic. En la céntrica calle Omar Mojtar, los viejos comercios de ropa sacan a los portales maniquíes masculinos con vaqueros de esos que dejan medio culo fuera. Y el zoco es de nuevo un trajín de brillantes telas de la India, joyas de oro y divisas del mercado negro”.
Pero la cruda realidad no podía ser ocultada por esa propaganda de libertad capitalista. Sin policía ni ejército, el país petrolero no puede erguirse entre la continuada violencia, donde no hay un verdadero ejecutivo, porque cada grupo con su ejército privado toma decisiones por su cuenta.
“¡Pero si el Primer Ministro apenas puede protegerse a sí mismo!”. Resonaban aún estas palabras del periodista Sami Zaptia en la redacción del diario Libya Herald, cuando el mentado Ali Zeidan era secuestrado en su cama del lujoso hotel Corinthia, en Trípoli, por un comando armado.
Horas después, otro comando lo rescataba. No se sabe si los milicianos querían obligarlo a renunciar, como parte de las vendettas políticas dentro del Gobierno. O bien si pretendían canjearlo por el terrorista de Al Qaeda Abu Anas al Libi, capturado hace una semana en la capital libia en una operación dirigida por Estados Unidos. No se sabe y quizás nunca se sepa.
Como no se sabe quién está detrás de los atentados, asesinatos y otros acontecimientos pavorosos o extraordinarios que sacuden esta potencia petrolera desde el derrocamiento de Gadafi.
“Aquí la gente no trabaja”, sostiene Ahmed, farmacéutico. El desempleo llega al 33%, pero el trabajo lo hacen los inmigrantes: tunecinos y marroquíes están en hostelería y servicios, egipcios en agricultura y pesca, subsaharianos y bangladesíes en la construcción. La mitad de los adultos libios son funcionarios. Y el resto se dedica al comercio o a los negocios familiares. El caso es que hay dinero. Mucho circulante. Nadie se fía de los bancos, no hay tarjetas de crédito y todo se paga en efectivo.
Medios imperiales se han encargado de crear emisoras donde abunda el rock y el rap, y publicaciones que alaban el modo de vida occidental.
Pero el legado de destrucción que dejaron los bombardeos de la OTAN tardará mucho tiempo en superarse, con un Congreso General de la Nación, elegido en las urnas en julio del año pasado, que no termina de conformar la comisión encargada de redactar la nueva Constitución, debido a los constantes bloqueos de los Hermanos Musulmanes y los grupos denominados liberales, en tanto a la entrada de la caricatura parlamentaria llegan cada día cientos de personas que no saben a quién acudir para resolver sus problemas. Las acusaciones de ladrones a los funcionarios públicos abundan en una nación donde el presupuesto oficial es mayor que el de Egipto, donde hay 85 millones de habitantes, y en Libia solo seis millones.
El problema más grave –no el único- es la seguridad, en manos de centenares de grupos integrados prácticamente por mercenarios para combatir contra las tropas de Gadafi, y hoy armadas hasta los dientes.
El gobierno pretende sumarlos a las nuevas fuerzas de seguridad. Para ello ha creado dos cuerpos intermedios: el llamado Escudo Libio, que agrupa a elementos que luego se incorporarán al Ejército, y el denominado Comité Supremo de Seguridad, cuyos miembros acabarán en la policía.
Pero muchas brigadas siguen funcionando por su cuenta. No acaban de confiar en las autoridades. Ni las autoridades acaban de confiar en ellos. El poder ahora emana de las armas, con las secuelas que derivan de las matanzas y los atentados indiscriminados.
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