Más allá de la noche: El regreso de los Cinco y la nueva etapa del conflicto Cuba-Estados Unidos (II)
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El proceso de restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos, llevado a cabo a partir del 17 de diciembre de 2014, según se examinó en la primera parte de este análisis, fue sin dudas un paso de significativo avance, pero sumamente limitado, en el prolongado conflicto bilateral entre ambos países.
En ese sentido, es oportuno destacar que la visita de Obama a la Isla en 2016 simbolizó el cierre de una etapa en ese proceso, que como mostraría la historia, fue efímero y lo continuó un período de regresión y profundización de las viejas tensiones, que no concluye, y con perspectivas de persistencia luego de las elecciones norteamericanas de 2024, con el retorno de Trump a la Casa Blanca. Durante dicha etapa, quedaron claros los alcances y los límites de aquel diálogo, hace 10 años, al que seguirían diversas rondas de conversaciones oficiales, de encuentros técnicos dirigidos a instrumentar determinadas acciones, y la apertura de las embajadas.
Tanto la forma como el contenido del discurso de Obama en el Teatro Nacional y la continuación de su viaje hacia una Argentina cuyo nuevo gobierno retomaba con premura el camino del neoliberalismo mostraron, de modo inequívoco, que dicha visita formaba parte de un cambio de enfoque que --si bien tenía lugar en determinadas condiciones históricas y conllevaba reajustes significativos, que no podían desconocerse ni subestimarse--, persistía en los fines, a pesar de los cambios en los medios utilizados en su tradicional política de hostilidad. Una vez más, se reiteró que los gobiernos norteamericanos no deseaban ni desean una Revolución reformada, sino arrodillada. El pretendido nuevo rostro con que la Administración Obama, en el último año de su segundo período, se proyectaba hacia América Latina y hacia Cuba, no alteraba la esencia del conflicto. Los cosméticos no impedían ver entonces, pero, sobre todo, a la luz de hoy, que se trataba de la misma contraofensiva estadounidense a nivel global y en escenarios regionales y nacionales específicos con la finalidad de lograr el llamado “cambio de régimen” a través de la subversión ideológica en casos de procesos o países que se consideran enemigos de Estados Unidos, problemáticos o de interés para la geopolítica norteamericana. La aplicación de métodos de guerra no convencional constituye la pieza maestra en este quehacer subversivo. La intención que se declaraba, como acto altruista, era favorecer la transición a la democracia, en países en los que se considera que esta última se reprime o sencillamente, no existe. Para América Latina y para Cuba, quizás el antecedente más coherente e inmediato es el del denominado Proyecto Democracia, ensayado contra la Revolución Sandinista en el marco de la crisis centroamericana que en los años de 1980 caracterizó la política desestabilizadora del gobierno de Reagan, y que dirigió luego contra la Revolución Cubana, continuada por la de Bush padre y las de Clinton, desde finales de ese decenio y durante el siguiente.
Expresiones de tales enfoques de la política exterior estadounidense en su estrategia de “cambio de régimen” diez años atrás se encuentran en su estímulo al proceso de desestabilización sociopolítica de Venezuela y en la implementación de sanciones contra el gobierno bolivariano, lo que además ha estado acompañado de operaciones encubiertas subversivas realizadas a través de partidos opositores y organizaciones que desde la sociedad civil han basado su actividad pública en agendas de confrontación y deslegitimación de las estructuras y programas gubernamentales implementados por el gobierno bolivariano en ese país, con el objetivo de generar matrices de opinión nocivas y de provocar, a través de procesos de desobediencia cívica, el derrocamiento del gobierno. La instrumentación refleja la aplicación del esquema subversivo que de modo eufemístico se califica como estrategia de “golpe suave”.
Se trataba de la estrategia considerada eufemísticamente como de “acción no violenta” ideada por el politólogo estadounidense Gene Sharp, a finales del siglo pasado, y ampliamente utilizada en el mundo durante la última década, a raíz de la intensa subversión desarrollada por Estados Unidos hacia procesos como el de la Revolución Bolivariana, que deja bien claro que no ni es tan “suave” ni “no violenta”. Las llamadas guarimbas (movilizaciones callejeras contrarrevolucionarias, basadas en notoria violencia), la frustrada operación provocadora en torno a la figura de Juan Guaidó y la invasión “humanitaria” a través de la frontera colombiana, evidenciaron el real carácter subversivo de la propuesta de Sharp. De acuerdo con ella, la intervención es la fase final y expresa el resultado exitoso del proceso desestabilizador. En buena medida, todo ello puede traducirse como una vertiente de guerra no convencional, en la que la ideología juega un importante papel como plataforma legitimadora de tales acciones, donde sobresale la centralidad de la actividad de influencia nociva y el empleo de los instrumentos que proveen las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones.
En rigor, desde la citada década de 1980, con variaciones ulteriores, la política norteamericana promovería a través del ya nombrado Proyecto Democracia un sofisticado patrón subversivo, que apelaba desde entonces al Fondo Nacional por la Democracia y la Agencia Internacional de Estados Unidos para el Desarrollo (respectivamente, NED y USAID por sus siglas en inglés) a estructuras internas de los partidos demócrata y republicano y diversas ONGs, aplicado contra Nicaragua primero y después contra los países que protagonizan en la actualidad las experiencias más profundas o radicales de cambio político, como las de Venezuela, Bolivia, Ecuador.
El sociólogo norteamericano William Robinson, comprometido con el pensamiento crítico y el antimperialismo, estudió rigurosamente ese esquema en sus diversas aplicaciones, señalando que incluye una elaborada red intervencionista que busca penetrar y captar la sociedad civil en el país intervenido, instrumentalizando una serie de grupos locales, entre ellos: los partidos políticos y sus coaliciones; los sindicatos y gremios; las cámaras empresariales; los medios de comunicación; las asociaciones profesionales, cívicas y barriales; los grupos estudiantiles, juveniles, de mujeres, de minorías étnicas o raciales. La meta es reforzar organizaciones afines o crear organizaciones paralelas que compitan con las organizaciones de los sectores populares e instancias estatales. Tales grupos se presentan como “independientes” y “no partidarios”, pero en realidad funcionan como instrumentos de la política norteamericana y de la elite transnacional insertada en los países, principalmente asentadas en territorio estadounidense. La tarea fundamental del proyecto intervencionista es arrebatar el apoyo que tienen entre la población, los dirigentes populares, nacionalistas, o radicales y sus proyectos de transformación social, sembrando desconfianza en las medidas gubernamentales, creando irritación, identificando y creando “nuevos” liderazgos opositores, mediante supuestas ofertas de consultorías, becas y variadas acciones de influencia, generalmente solapadas. La desinformación mediática, la guerra psicológica, forman parte de ese expediente subversivo, que además presta atención a las tergiversaciones de la historia de los países implicados, atendiendo a su importancia para mantener viva (y en este caso, desnaturalizar) la memoria, la identidad y el patriotismo.
De manera gráfica, el presidente cubano, Raúl Castro Ruz, precisaría que “dondequiera que haya un gobierno que no convenga a los intereses de los círculos del poder en Estados Unidos y algunos de sus aliados europeos se convierte en blanco de las campañas subversivas. Ahora usan nuevos métodos de desgaste más sutiles y enmascarados, sin renunciar a la violencia, para quebrar la paz y el orden interno e impedir a los gobiernos concentrarse en la lucha por el desarrollo económico y social, si no logran derribarlos.”
Como es conocido, la guerra no convencional tiene implicaciones y esferas de atención que rebasan el ámbito estrictamente militar. En el diseño de su campo de acción se presta atención primordial a la guerra cultural, y de modo específico, a la subversión político-ideológica.
Aplicado a la experiencia venezolana, la periodista e investigadora norteamericana Eva Golinger demostró que se trataba de la batalla de las ideas dentro de los sectores culturales y educativos; las tácticas incluyen la infiltración y penetración de las universidades, industrias de cine, arte, bellas artes y las artes visuales; las herramientas para conquistar los cerebros son variadas. Especialistas reconocidos, como Pascual Serrano, Ignacio Ramonet y Fernando Buen Abad, han contribuido a caracterizar el patrón ideológico subversivo aplicado. En Cuba, estudiosos del tema durante las últimas décadas han aportado análisis oportunos y útiles, que en su conjunto ofrecen una visión del dinamismo de tal estrategia. Entre otros autores, no podrían omitirse a Eliades Acosta Matos, Néstor García Iturbe, Enrique Ubieta, Abel Prieto, Elier Ramírez, Andrés Zaldívar, Antonio Barreiro, Yazmín Bárbara Vázquez… Desde instituciones como la UPEC, la UNEAC, el CEHSEU y el CIPI, se han realizado aproximaciones individuales y colectivas que no deben ignorarse.
La guerra cultural, como escenario donde se mueven los métodos no convencionales, forma parte de la contraofensiva imperialista, con la finalidad (al decir del presidente John F. Kennedy) del control de las “mentes y corazones” de individuos, grupos y naciones, que pretende sustituir, destruir, implantar u homogenizar la cultura de un sujeto de identidad por otra, que no siempre se corresponde con la de su portador, sino que este, como tendencia, impone de forma ponderada valores seudo culturales. Esta perspectiva, como se sabe, fue retomada por Obama, que apostó a la filosofía del llamado Poder Inteligente, como medio efectivo, que combinada los denominados Poder Duro y Blando o Suave, sugeridos por el politólogo Joseph Nye, conocido ideólogo o intelectual orgánico del sistema en Estados Unidos.
La guerra cultural emplea preferentemente la seducción y la fascinación o, por el contrario, apela a la incertidumbre e inseguridad; se esconde tras lo sutil y en ocasiones opta por lo burdo, empleando tanto vías encubiertas, como públicas, y se auxilia de la simplificación, la reiteración. Resulta en sí un sistema complejo y multilateral, empleado para ejercer el control sobre la información, la opinión pública, los gustos y preferencias, sentimientos, la educación, la promoción, la difusión. Para favorecer conductas de sumisión, pasividad y desmovilización, de voluntades tronchadas y sustitución de valores, que garanticen asegurar la dominación imperial. Abarca todos los niveles de la conciencia y de actividad de una sociedad dada. Moviliza, además, instrumentos y recursos de las esferas de la vida social: políticos, morales, económicos, jurídicos, científicos, intelectuales, estéticos.
Con un documento conocido, la Circular de Entrenamiento 1801 publicada en 2010, el gobierno de Estados Unidos potenciaba, desde sus círculos castrenses, la noción de la guerra no convencional como modelo de proyección e intervención en Estados, regiones y países de importancia geopolítica para la continuidad de su predominio global, a partir de la consideración de que en tales áreas existían intereses o potencialidades en lo concerniente a recursos energéticos, militares y financieros.
Si bien ese documento puede ser atribuido al primer período de la Administración Obama, lo cierto es que las estrategias y tácticas de intervención descritas en el mismo se pueden identificar con experiencias históricas propias de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Ello sugiere que la filosofía de la guerra no convencional, las concepciones y prácticas de confrontación asimétricas en las relaciones internacionales estaban ya presentes o anticipadas en la lógica del proyecto de dominación estadounidense, e inclusive, manifiestas en la formulación e implementación de determinadas políticas adoptadas ante situaciones específicas por Estados Unidos.
Lo contenido dentro de la circular 1801 no era algo totalmente novedoso, y en gran medida, tales concepciones le han permitido a las distintas Administraciones estadounidenses hacia áreas de interés como las aludidas o en conflicto, enfocar su política exterior sobre la base de tres pilares fundamentales, que sustentan la dominación de modo no excluyente, sino generalmente combinado. Se trata del manejo del conflicto a partir de la guerra de carácter convencional preventivo (preventive) y por derecho (preemptive), según se definió en el marco de la Guerra Global contra el Terrorismo, luego de los atentados de 2001; implementación de los postulados de la guerra no convencional para derrocar gobiernos adversos a sus intereses y propiciar el cambio de régimen; utilización de los mencionados poder suave e inteligente, la diplomacia pública, y la influencia/penetración dominación cultural como mecanismos de dominación y control internacional que viabilicen sus intereses.
En ese contexto, las variantes subversivas, de cambio de régimen, incluyen modalidades y denominaciones diversas, emparentadas o coincidentes, que se complementan y en ocasiones, se superponen, como la Guerra Híbrida y de Cuarta Generación, en las que Cuba y Venezuela han ocupado un lugar principal, como objeto de su accionar. Desde luego, junto a las modalidades que enfatizan el papel de la ideología, las convencionales, basadas en medidas coercitivas unilaterales que acuden a instrumentos diplomáticos, económicos y militares no abandonan la escena. La sustitución de Barack Obama por Donald Trump, como sucedería en otras circunstancias con la de William Clinton por la de George W. Bush en la presidencia de Estados Unidos, lo dejó claro. Con Trump se clausuró la etapa iniciada, diez años atrás, que podría haber avanzado por el camino de un mejoramiento, ya que no de una normalización, en la relación de ese país con Cuba.
*Investigador y profesor universitario.
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