Sentado en el P-11 rumbo a Alamar, abstraído de todo y de todos, un hombre manipulaba un trozo de plastilina. Como por arte de magia, de sus manos fue «naciendo» un escualo, una miniatura prodigiosa de un tiburón cabeza de martillo.
Me maravillé ante la habilidad del hombre para modelar aletas, cola, boca… era un ejercicio decidido de realismo, pero en la curvatura del cuerpo del animal había un lirismo sutil, que nada tenía que ver con cierto academicismo.
Y de pronto, de la aleta superior fue surgiendo una flor, una rosa que iba ganando pétalos en rápida progresión, hasta el punto que el tiburón transmutó muy pronto en rama de rosal.
Algunos pasajeros iban extasiados con esta representación espontánea, tan poco usual en un medio de transporte. Hasta que el hombre, en un rapto, lo deshizo todo y la plastilina volvió a ser masa informe y maleable.
La señora que iba a mi lado se sobresaltó: «¡Qué lástima! ¡Era tan bonito! Yo lo hubiera puesto encima de mi aparador».
Pero a mí me fascina el arte efímero, el súbito alumbramiento de una belleza que se apaga al instante, naturalmente… Y más que la obra misma, admiro el don del artista, capaz de crear en ámbitos insospechados.
El señor de la plastilina nos regaló esa noche un milagro pequeñísimo, pero entrañable.