OBITUARIO: Miguel Mejides, escritor
especiales
Este miércoles falleció en La Habana el escritor Miguel Mejides (Nuevitas, 1950), autor de significativos títulos de la literatura cubana del último medio siglo.
Su primer libro, Tiempo de hombres, mereció el Premio David de cuento en 1977. A partir de ahí, publicó otros títulos, con los que conquistó importantes reconocimientos en Cuba y el extranjero.
La crítica siempre destacó la pulcritud de su prosa y el vigor de sus personajes. Era uno de los mejores escritores de su generación.
Cuentista de primera línea, publicó libros esenciales de ese género en el panorama literario cubano: El jardín las flores silvestres (premio Uneac 1981) y Rumba Palace (Premio internacional Juan Rulfo, de Radio Francia).
También escribió novelas: La habitación terrestre, Perversiones en el Prado y La saga del tigre (Premio de novela Italo Calvino).
Su obra como narrador ha sido incluida en numerosas antologías y traducida a varios idiomas.
Por su labor en la promoción de los vínculos culturales entre Cuba e Italia recibió la Orden al Mérito de la República Italiana. Buena parte de su obra está publicada en ese país.
Perteneció al Consejo Nacional de la Uneac y se desempeñó como vicepresidente de la Asociación de Escritores.
Leyenda (un cuento de Miguel Mejides)
Primero fue el pájaro azul y concluyó el sueño y comenzó la vida.
Desde la mañana no hace más que llover. Es una lluvia a intervalos, una lluvia fina que se precipita sobre las ceibas y corre bonita sobre la tierra. Las ceibas bajo la lluvia parecen mujeres de otro lugar, comadres que regresan a la loma con sus compras en el llano. Junto a las ceibas hay un árbol del que no sé el nombre, un árbol raro, grande y delgado a la vez, alto y con ramas de una selva oscura. Es un árbol no de aquí, de un punto entre Pernambuco y la Tierra del Fuego, un árbol de la selva fría o caliente, traído por el capricho. Árbol para la ilusión, espacio de luz y lluvia que miro por la inocencia.
La casa, distante mil metros, como algo intangible, parvulario donde yo recité versos, donde enseñé la cabalística de las letras, enredo sutil de los signos. Un bohío que parece la ruina de un palacio, una casa que pudo ser de la China, un bohío con ramas de palmares color cinabrio. Una casa que me habla, rememora la vida de Pedro, su mujer, los hijos, los antiguos inquilinos negados a ser fantasmas hasta la noche.
—Tengo deseos de verte y sólo te escucho, hablas y suspiras como si estuvieras en un cine —me dice la casa.
Verdad es, el mundo es una sala de cine, una sala colmada de flores carniceras que devoran las imágenes de la memoria. Por eso hay que andar rápido con los recuerdos. Un poquito más allá de la casa está el río, el arroyuelo argentado, aguas de manantial. Las hijas del vecino colindante me miran bañarme. María va a ser mi novia. Tiene ojos verdes que cambian cada vez que pasa una nube sobre el cielo, María Bonita hecha de trenzas y labios de romántica viajera. Yo aún no le he dicho que la quiero. En la eternidad hay que esperar para mostrar los sentimientos. Las hermanas me claman para que le hable.
—¡Dile amor! —dice la pequeña.
—¡Dile que es flor y te besará! —dice la otra.
Las tres se marchan riéndose y yo quedo en el río. Voy a la piedra grande al final de la corriente. Allí dice Pedro que viven los médicos invisibles. Le repito que nada de eso existe, que son supercherías. Él insiste que allí viven los médicos invisibles, que allí dictan sus cátedras y muestran el camino de las hierbas del monte que curan las carnes de los hombres.
Pongo mi oído en la piedra y escucho una música de címbalos, tamboriles, cornetas chinas, y una voz con la magia de las imágenes fluidas, una voz fértil que profetiza la noche que se acerca, la crueldad acuática que vendrá desde el sendero del río, único sendero para la muerte y la gratitud.
—No puedo creer en ti, soy el maestro —le digo.
—Por eso enseñarás la poesía, que es creer en mí —me responde la voz de los médicos invisibles.
La tarde sigue en su transcurrir, una tarde de bronce, de corazón de roble, una tarde que tiene algo de dársena marina, reverberar tenue sobre las copas de los árboles. Una tarde en que el zumbido del viento atrae los sonidos de los disparos de los hombres en sus combates, el trepidar de los trenes distantes en la llanada, el olor vegetal de la vida que se hace fragua con las preguntas infinitas: ¿Para dónde camino, tardecita hermosa, para dónde llevo los recuerdos de los míos en La Habana, acaso ese tren me podrá llevar a Pernambuco y saber de dónde nace el árbol de junto a las ceibas, parará esta lánguida lluvia por un instante y al fin habrá un sol sin chaparrones, un sol inclemente como en los desiertos? Qué lindo sería vivir a lo corto y lo intenso, y no ser eterno y ver repetidos los perfiles de los días con las luces de la compasión.
Vuelvo a la casa. La cadencia luminiscente se reconvierte a las sombras. La noche deja de ser promesa. Un cerdo a la entrada del bohío presagia la misma letanía. Pedro, su mujer, sus hijos, se han hecho fantasmas. Mi lámpara de queroseno está prendida en la sala. Hay olor a plátanos fritos, olor a salazón, olor a arroz criollo sazonado con culantro.
—Se acallaron los tiros, están huyendo —dice Pedro.
—¿Y si vienen para acá? —dice la mujer.
—Los apalabraré.
—Nunca has sido bueno con la palabra.
—Hoy tengo que ser bueno —dice Pedro.
Comemos, a mí me separan lo mejor, tengo pena. Los hijos de Pedro no hablan, son imágenes inertes, no hablan, no comen, sólo me miran, como si yo estuviera muerto.
—En la otra vida ellos hablaban —dice la mujer.
—No pueden, tienen el miedo —dice Pedro.
—Cuando el café madure nos iremos de esta loma —dice la mujer.
—Nos iremos con el maestro para La Habana —dice con poca convicción Pedro.
—¿Cuánto puede durar el miedo? —pregunto mirando a los hijos de Pedro.
—Toda la vida, hay miedos que duran toda la vida —dice Pedro.
—¿De dónde viene el miedo? —dice la mujer.
—De cualquier lugar, pero ahora está ahí, agazapado en el monte —dice Pedro.
—A lo mejor hoy no vienen —digo para darme fuerza.
—No te ilusiones, vendrán. Cada noche lo mismo. Hoy los apalabraré, a lo mejor hoy puedo convencerlos.
Después de la comida iniciamos las clases. De tanto repetirlas, ya Pedro y la mujer saben leer de corrido. Pedro jamás se quita su sombrero alón, antiguo. La mujer lo contempla como un espejo. Yo apenas uso la cartilla, prefiero la poesía. He aprendido mucho de ella. Martí me ha abierto al diálogo con Emerson, con Whitman y el infeliz de Casal. A Casal lo he visto, errante. Sus huesos se los llevaron los perros de la lluvia, en su tumba no están, los huesos. Por eso el difunto anda de un lado a otro, se deja ver. Pero ahora la historia es otra, no la de Casal.
—Faltan unos segundos —dice el primer niño, sus únicas palabras.
—Ahí llega el ruido —dice el segundo niño, sus únicas palabras.
Cada noche el mismo bramido, el chillido del cerdo que matan frente al bohío. Luego entran, rompen mis libros, acuchillan mi lámpara de queroseno, obligan a los niños a huir al mismo rincón, la mujer de Pedro grita por un poco de compasión. Lo mismo, siempre. Pedro va a hablar y le silencian su boca. Me preguntan si soy el maestro. Yo no digo ni que sí ni que no. El jefe canta el estribillo de una décima. Su voz es dulce, mira que el destino tiene cosas, este hombre tiene voz dulce cuando canta.
Nos sacan a la noche, la luna está encantada, hay tres lunas en el cielo, redondas y fulgurantes lunas que nos miran. Al cerdo ya le han sacado las tripas y lo conducen. Pedro va delante, tropezando, arrastrando, al trote. Yo soy la presa, a mí nadie me toca, la apreciada presa que pertenece al jefe cantor. Venimos al árbol de Pernambuco, que está por decir algo y no presiente la brisa. A Pedro ya lo han empezado a golpear. Escucho el crujir de su piel, golpes sobre un atabal. El jefe ya no canta. Habla de la culpa.
—¡Quién ha visto letras donde hay sólo montes! —dice y se ensaña conmigo. De tanto golpearme, durante tantos años, ya no siento dolor. Quizás eso los pone furiosos. Prueban todo, desde el metal sin caridad hasta arrastrarme con una cuerda atada a mi cuello. No se preocupan de mi carne, no la cuidan. Como no la van a comer, no les importa mi carne.
—¡Mira lo que me han hecho! —siento que Pedro dice como si sacudiera su sombrero contra el viento. Nadie lo escucha, sólo yo lo escucho. Pedro se balancea de una rama del árbol de Pernambuco.
—Ahora acaben —dice el jefe, porque matarme cada noche es castigo para ellos, y me arrastran por la hojarasca. Siento el olor de la carne de cerdo en las manos de los que me matan. Ya yo no estoy ahí, siento ese olor y no estoy. Veo como mi cuerpo se hace cumbre en el árbol de Pernambuco, junto a Pedro que finalmente ha perdido su sombrero.
El pájaro azul atraviesa la primera luna, se sumerge en la segunda luna, se disuelve en la tercera luna. Pronto encontraré a María Bonita en el río. Algo va a cambiar, de la casa de Pedro surge música. ¿Quién puede visitar esa casa y traer música de bailarinas inocentes? Llueve, miro todo a través de un cristal imantado por la candidez del viento de montaña. Quizás a la noche no me maten y viva eternamente bajo el influjo de la música de las bailarinas inocentes.
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