OPINIÓN: La frivolidad y los abrazos de París
especiales
El fuego de lo inabarcable y de lo inmediato consume todas las ideas. Es difícil escribir una opinión personal a mitad de camino de unos Juegos Olímpicos, donde la noticia y el espectáculo de hoy, de ahora mismo, son devorados por lo que acontece minutos más tarde, o mañana, aunque en el estómago, en las vísceras de cada deportista, de cada amante del deporte, quede un fulgor inapagable de alegría o tristeza, por la victoria o la derrota que cada atleta comparte inevitablemente con su pueblo.
Pero es más difícil aún no reflexionar sobre unos Juegos que esconden el horror de la guerra, las noticias más urgentes que nos esforzamos por olvidar: mientras París ostenta su riqueza, su poder, en un alarde desmesurado —de qué sirve la riqueza si no puede ostentarse— a ratos aburrido, y remeda en tono de farsa y vodevil los sangrientos sucesos de la Revolución francesa, mientras exhibe con alarmante frivolidad una cabeza de María Antonieta que habla, y hace saltar en cascada la sangre de las ventanas del Palacio, sangre hecha de serpentinas, hay sangre verdadera en las calles de Palestina, en las armas que Francia trasiega y envía a los fascistas ucranianos, en las medicinas que el bloqueo estadounidense y el “dejar hacer” cómplice de los gobiernos europeos, impide que lleguen a niños enfermos de Cuba, en la confabulación desvergonzada por hacer parecer ilegítimo el triunfo electoral del gobierno revolucionario de Venezuela.
No me preocupa la sensibilidad de las cortes de Europa —la vetusta realeza es una institución que hace mucho tiempo tenía que haber desaparecido—, me preocupa el engaño, la burla hacia los verdaderos herederos de la Revolución francesa: esa no es la Francia de los chalecos amarillos, ni la que paró en seco a la ultraderecha en las pasadas elecciones parlamentarias. ¿Respeto a la diversidad?, ¿solo a la del cuerpo; la de ser gordo o flaco, mutilado o ciego, blanco, negro o amarillo, en una falsa gama de colores?; ¿respeto a la libertad?, ¿solo a la de nuestra orientación sexual, o a la de actuar y vestir sin reglas que nos aprisionen?
Recuerdo que en 2010 hallé en Berlín el anuncio de una singular campaña publicitaria de ropa juvenil: Be stupid, era el slogan promocional. Pero el mensaje era más elaborado: “Smart may have the brains, but stupid has the balls (el listo, o el inteligente, puede que tenga cerebro, pero el estúpido tiene huevos). La campaña incluía una variedad de fotos “divertidas”, que “representaban” la rebeldía juvenil: una muchacha que exhibía sus senos desnudos frente a una cámara de seguridad, un hombre que parado de cabeza obstaculizaba el tráfico en una calle cualquiera… Ser estúpido (rebelde) era eso: ser irreverente, incorrecto, divertido. Un twitter sobre el espectáculo inaugural de estos Juegos Olímpicos del periodista español Pascual Serrano recordaba con ironía que antes, ser rebelde era nacionalizar bancos y repartir tierras. Sigue siéndolo. Quieren que no nos percatemos de ello, que nos quedemos encerrados en nuestros cuerpos, en una libertad encadenada a la moda, a lo trivial y externo, sin propósitos trascendentes.
El respeto a la diversidad y a la libertad va más allá: incluye el derecho de los palestinos a su tierra, el de los venezolanos a su petróleo, el de los pueblos, en lo individual y lo colectivo, a la dignidad; el derecho a la vida, a la salud, al deporte, al conocimiento, al bienestar social y personal para todos: gordos y flacos, negros, blancos y amarillos, mujeres u hombres, heterosexuales o de cualquier otra orientación sexual, religión o cultura, nacidos en el Jardín europeo, o en “la Jungla” donde supuestamente vive el resto de la Humanidad (los sesenta oscuros rincones del mundo, al decir de Bush hijo). La barcaza que representaba la integración o la diversidad, y traía a cuatro ex grandes atletas con la antorcha olímpica distaba mucho de cumplir su cometido: los seleccionados todos eran europeos o estadounidenses, dos de ellos de tenis de campo, un deporte elitista cuyas proezas no fueron alcanzadas en Juegos Olímpicos, y perdía la oportunidad de incluir a un africano de las carreras de largo aliento —respetar a los franceses de todos los orígenes está bien, pero hay que respetar también a los pueblos de todos los rincones—, o al jamaicano Usain Bolt, por ejemplo, o el cubano Javier Sotomayor o Regla Torres, declarada la mejor voleibolista del siglo XX, con tres títulos olímpicos.
No voy a mentir: también disfruto y sufro los Juegos, la actuación de la delegación cubana, hombres y mujeres que entrenan en condiciones desventajosas, pero que a veces llevan en el pecho la luz que no tienen sus ciudades. Y aunque todavía es temprano, no puedo dejar de emocionarme cuando un nadador palestino bracea duro y arriba tercero en su hit, aunque no clasifique a semifinales, porque él representa a una nación que pretende ser exterminada por intereses geopolíticos, que se enmascaran en la religión, y que Francia, país sede, no reconoce. “He tenido un carril (en la piscina) —le dijo al periodista español Iván Molero— solo para Palestina, he marcado un tiempo solo para Palestina. Ese es mi mensaje de paz, porque el mundo debe saber que somos seres humanos”.
No puedo dejar de saltar como si también jugara, si la dupla cubana del voleibol de playa viene de abajo y le marca ocho puntos seguidos a la estadounidense, y gana el partido de apertura dos set a cero. Tampoco soy inmune y me envuelve el desasosiego cuando cae por decisión dividida el dos veces campeón olímpico Julio César La Cruz ante otro boxeador cubano asistido en su esquina por entrenadores cubanos, todos en representación de Azerbayán; y aunque la medalla que pueda obtener no cuente para el país que lo preparó, reconforta algo saber que este no reniega de su origen y su formación. Su actitud contrasta con la decisión politizada del COI de incorporar a dos cubanos que decidieron vivir en otro país, y no son perseguidos en Cuba, en el equipo olímpico de Refugiados. Pero más allá de victorias y derrotas, me emocionan los abrazos al final de cada competencia, que reafirman la posibilidad de un mundo mejor, aunque ese mundo nuevo solo pueda construirse fuera del recinto olímpico.
Comentarios
AlexSC
Carmen
Añadir nuevo comentario