Gabriela Mistral, un nombre atado a la sensibilidad

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Gabriela Mistral, un nombre atado a la sensibilidad
Fecha de publicación: 
9 Enero 2013
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Recuerdo la primera vez que leí un poema de Gabriela Mistral como una de las experiencias más exuberantes y desconocidas de mi vida.

Esta suerte de lectura me hizo buscar, investigar y, de manera precipitada, pero no errada, declararme admiradora eterna de su obra y de ese nombre tan peculiar que todavía hoy recuerdo con precisión: Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga.

Conocida mundialmente por su pseudónimo, esta increíble poetisa nació el siete de abril de 1889 en Vicuña, ciudad chilena que hoy posee un museo dedicado a ella.

Sin embargo, su amado pueblo, como Gabriela decía, era Montegrande, y así lo demostró hasta el día de su muerte, cuando donó parte de su dinero a los niños pobres de ese lugar.

La decisión de perpetuar su esencia con otro nombre resultó de la admiración por los poetas europeos Gabriele D'Annunzio y Frédéric Mistral, que quedaron referenciados en su prolífera literatura.

Su paso por la tierra estuvo marcado por varios desempeños, pero ninguno gratificó más a esta artista de las palabras que el don de escribir.

Esta mujer sencilla, hija de Juan Gerónimo Godoy y Petronila Alcayaga Rojas, se granjeó el reconocimiento de su pueblo y de los más exquisitos lectores, tanto así, que fue la primera persona de América Latina en obtener el Premio Nobel de Literatura en 1945.

Pero, al parecer, el talento con la pluma no fue resultado de una simple casualidad de la vida. De sus palabras se interpreta que la tinta de poeta viajaba por su cuerpo.

Según el texto Gabriela Mistral pública y secreta, de Volodia Teintelboim, la escritora expresó: «Esos versos de mi padre, los primeros que leí, despertaron mi pasión poética».

Los Sonetos de la Muerte le garantizaron su primer gran triunfo en los Juegos Florales de 1914. Según los estudiosos de su vida y obra, esas composiciones evidencian el profundo pesar que ocupaba su alma tras el suicidio de un amor de juventud.

«Cualquiera que no fuese Gabriela, hubiera fracasado o hecho el ridículo en el empeño de llevar al terreno poético el lamentable suceso. Pero no ocurrió así, porque esta poetisa, como era de oro puro, resistió la prueba de fuego y no solo salió indemne, sino nimbada de dignidad y gloria», afirmó la escritora cubana Dulce María Loynaz.

Este mito la acompañó toda su existencia, al igual que la sensibilidad de sus palabras hacia los niños.

Gabriela era para los infantes, y ellos constituían el universo de trigo, luna y manos blandas de la Mistral; por eso muchas de sus obras evocan la maternidad y el sentimiento de disfrutar la niñez de un crío.

Ejemplo de esto es su poema La Casa, en el que expresa con respecto al pan: «Lo partimos hijito, juntos/ con dedos duros y palma blanda/ y tú lo miras asombrado/ de tierra negra que da flor blanca».

Aunque su creación literaria descansa con regularidad en este tópico, no es justo reconocerla únicamente como la poetisa madre de todos los niños y, a la vez, de ninguno.

Gabriela es mucho más que tristeza, infancia y dolor. De su pluma brotaba una determinación por temas insospechados que no menguaba.

Así  lo contó su secretaria Laura Rodig en una entrevista: «… el siete de abril de 1919, el día en que Gabriela Mistral cumplía 30 años, me obsequió algo muy curioso. Cuarenta libretas de tapas firmes y flexibles, Gabriela le fue dando a cada una un destino. Escribió sobre: los ríos de Chile, los pájaros de Chile, hierbas medicinales, etc.».

En la búsqueda de espacios que le propiciaran alimento para el alma, visitó hospitales, prisiones y poblaciones intrincadas. Todo esto con el firme propósito de escribir sobre aquello que rodeaba su experiencia de vida.

Aun en los momentos más oscuros de su habitar por este mundo, «la Mistral» no dejó de traducir los problemas de la compleja existencia humana.

Al decir del narrador mexicano Guillermo Lagos Carmona: «Ella demuestra constantemente su interés por los conflictos humanos, y tiene presente que la misión del artista es contribuir a encontrar un camino de luz en medio de la selva oscura en que se debate la humanidad».

Esta travesía por los parajes del ser la llevó a visitar innumerables países que aportaron significativamente a su carrera, tal es el caso de Francia, México y Cuba.

Ese último resultaba lugar especial para ella, puesto que abrigaba la vida, y la muerte de José Martí, uno de los escritores más influyentes en su creación.

«La lengua de Martí», una conferencia inolvidable impartida por ella en 1931, recoge estas ideas: «En Martí he hallado como en ninguno, la palabra viva, aquella que se siente tibia de sangre recién vertida, a la par que una frescura como de hierbas de rocío: la frescura de un corazón que fue puro».

En otra ocasión escribió: «Martí es el caso de un embrujador de almas. Él gusta al niño en su libro infantil; él enciende al mozo y él conforta al viejo, y por esta condición es que dura sin perder un ápice la anchura de su reino».

Tanto fue su amor por el Apóstol que en 1953 con motivo de su centenario retornó a Cuba.

Sobre el encuentro, el periodista Ángel Augier referenció: «Alta, austera, serena, llega de nuevo a Cuba Gabriela Mistral, ansiosa de decir personalmente su recado al oído de José Martí, en su cumpleaños, en el centenario de aquel a quien ella ha llamado el hombre más puro de la raza».

Entre tanta grandilocuencia, el mes de enero la recuerda, tal vez con tristeza o, como decía ella, con esa felicidad de quien llora con bondad.

Este 10 de enero marca la fecha en que dejó de existir Gabriela Mistral, esa escritora que al decir de Volodia Teitelboim: «Se mueve sin la soberbia y la arrogancia de los grandes tirajes de nuestro tiempo comercializado».

Sin embargo, no existe término para tanta sensibilidad; su palabra queda tatuada en la pupila de los miles de hombres y mujeres que han leído a Gabriela. 

 

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