Un tiempo recobrado
especiales
Marcel Proust era asmático, y por si fuera poco, terriblemente hipocondríaco. La muerte ejercía su influjo en su atormentado itinerario. Le temía, la respetaba, de alguna manera la reverenciaba.
Temía morir antes de hacer algo que le diera sentido a su vida. Cuando comenzó a escribir En busca del tiempo perdido, la serie de novelas que marcó una época en la literatura universal, Proust apenas había publicado un tomo relevante de relatos cortos, Los placeres y los días, había escrito también una novela, Jean Santeuil, que permaneció inédita hasta su muerte. El proyecto que inició en 1908 se le antojaba su obra magna. Y así fue en efecto: era tan pretencioso, que de alguna manera pudiera emparentarse con otra obra inmensa, La comedia humana de Balzac.
Entre ese año y 1922 escribió siete novelas, que se adentraban singularmente en el mundo de la burguesía y la aristocracia francesa de principios de siglo. Más que novelas, son auténticas crónicas, exhaustivas, pletóricas de detalles e impresiones. Proust pretendía reflejar la realidad desde todos los puntos de vista —sus puntos de vista—, aunque para ello tuviera que sacrificar la concisión de las tramas, el ritmo trepidante de peripecias, la diafanidad del estilo. En el francés original, resultan extrañas esas oraciones interminables que prodiga. El lector tendrá que hacer un esfuerzo para no perder el sentido de esas frases, llenas de incidentales. Algunos han identificado en esa manera de escribir la influencia del asma del autor: esas oraciones parecen ahogadas, y al mismo tiempo frenéticas, como una crisis asmática.
Pudiera parecer superficial (algo parecido se ha dicho de nuestro Lezama Lima, también asmático y dado a frases largas y enrevesadas), pero lo cierto es que esa presencia de la enfermedad es constante en todas las novelas. De hecho, las abundantes crisis de salud del narrador son el punto de partida de las febriles descripciones, detalladas hasta casi la incoherencia. Pero siempre se respeta un plan, una esencia que recorre la trama.
El mundo de Proust, regodeado en estas obras, es el de la memoria, con sus juegos de verdad e invención. De hecho, lo importante aquí no es la trama que se desdibuja por momentos, sino el cúmulo de recuerdos, impresiones, asociaciones que el narrador va desplegando. Con una sensibilidad aguzada y hasta algo morbosa, va armando un ámbito que a pesar de su especificidad, se nos antoja universal. En esto tiene mucho que ver la mirada múltiple del autor, para quien la realidad parece no existir si no es contada sin vocación de resumir. O sea, como dirían los impresionistas (con los que mucho tiene que ver la manera en que están escritas las novelas): la realidad solo tiene sentido a partir de la percepción, real o ficticia, del sujeto.
Varios temas “escabrosos” se suceden en las páginas: la profanación del recuerdo de la madre, la sexualidad polémica y rechazada, las controversias políticas de la época… Pero el autor los sazona con su visión del tiempo, que lo marca todo. El tiempo pasado, el presente, la visión del pasado desde el presente, los efectos del paso de los años… El retrato resulta entonces abrumador, para algunos lectores, sencillamente fascinante.
No se trata, claro, de una lectura fácil. Pero una vez que se han vencido los prejuicios, resulta francamente reveladora.
La editorial cubana Arte y literatura presentó en la pasada Feria Internacional del Libro El tiempo recobrado (publicada póstumamente en 1927) , la última de las novelas de un ciclo que también integran Por el camino de Swann (1913), A la sombra de las muchachas en flor (1919), El mundo de Guermantes (1921-22), Sodoma y Gomorra (1922-1923), La prisionera (póstuma, 1925) y La fugitiva (también póstuma, 1927). Todas fueron publicadas en Cuba casi a razón de una por año en una de las más importantes empresas editoriales de los últimos años en Cuba, que sin embargo, se asumió sin demasiado revuelo mediático.
En las manos de los lectores cubanos está ya ese tesoro de la literatura universal (obviamente, están agotadas las primeras novelas), que marcó un antes y un después no solo en Francia. El pasaje de la magdalena mojada en el té, por ejemplo, es hace mucho tiempo un verdadero símbolo, patrimonio universal.
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Ramiro
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