LA BIBLIOTECA: Don Quijote de la Mancha
especiales
Algunos dicen que no pueden acostumbrarse al peculiar estilo de Don Quijote de la Mancha, la gran novela de Miguel de Cervantes Saavedra, y en realidad no han hecho el esfuerzo de pasar de la primera página.
Vencida la primera resistencia, esta es una de las más deliciosas lecturas de la literatura universal. Hay que vencer el prejuicio.
Millones de personas, por más de cuatro siglos, han encontrado en esas páginas no solo diversión (que hay mucha); sino también la expresión de una finísima vocación poética, de una filosofía de la vida, de uno de los más apasionantes dilemas de la existencia humana: la contraposición del idealismo y el pragmatismo: ese ha sido, resumiendo, el motor de la historia.
Así que hay que leer el Quijote. Si de verdad hay libros imprescindibles (todo lo imprescindibles que pueden ser los libros, que no lo son tanto, lamentablemente), este uno de ellos.
Hay consenso en que se trata de la primera novela moderna y la primera novela polifónica. Por eso marcó como ninguna otra los derroteros de la literatura occidental.
La tantas veces (injustamente) vilipendiada Wikipedia apunta un dato interesante en el artículo que le dedica: Por considerarse «el mejor trabajo literario jamás escrito», encabezó la lista de las mejores obras literarias de la historia, que se estableció con las votaciones de cien grandes escritores de 54 nacionalidades a petición del Club Noruego del Libro en 2002; así, fue la única excepción en el estricto orden alfabético que se había dispuesto.
La metáfora hermosa y entrañable del loco que vive en su mundo de ilusiones, y desde allí puede cambiar el mundo «de verdad», ha sido inspiración de muchos de los hitos de la política, la sociedad, el arte; de los hombres y mujeres más influyentes en la historia de la Humanidad.
Contra los molinos de viento, como Don Quijote, han luchado muchos. Siguen luchando.
Hay que leer Don Quijote de la Mancha, porque es un libro útil, porque sin obviedades ni didactismos sigue ofreciendo lecciones de vida.
Versiones, adaptaciones, resúmenes disímiles abundan… pero convendría acercarse a la obra primigenia. Beber de la fuente. Zambullirse en ella. Cervantes no buscaba meros testigos, sino acompañantes.
Primera página
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres cuartas partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
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