El diálogo imprescindible con Martí
especiales
La nuestra tiene que ser, primero que todo, una república martiana. Asumamos que en la obra inmensa del Héroe Nacional de Cuba están las claves esenciales de nuestro proyecto de país. José Martí consagró lo más preclaro de su genio a la concepción de un modelo de justicia y dignidad, que se adelantó en muchas de sus líneas de pensamiento a las ideas preponderantes en su época.
La suya fue, también, una poética de la acción. Martí nunca se regodeó en la placidez del gabinete. Su apostolado fue mucho más allá de la prédica y se concretó en una práctica consciente y esforzada. Poeta inspiradísimo, el sacrificio cotidiano fue su poema mayor. Su biografía plantea la fórmula: claridad en el cuerpo teórico, coherencia en su aplicación.
A lo largo de los fecundos y arduos años de la preparación de la Guerra de Independencia —la guerra que soñó definitiva—, José Martí sometió a un debate plural y profundo sus propias ideas sobre la contienda y la sociedad que debería aflorar después de la victoria. No fueron, como pudieran pensar algunos, discusiones sosegadas.
Ante la pretensión de autoritarismo defendió la virtud de la civilidad. Algunos no consideraban pragmática esa vocación democrática, pero Martí sabía que la única garantía de unidad (y sin unidad no había posibilidad de triunfo) era la participación activa de todos. Con todos y para el bien de todos: era su visión.
A muchos les pareció demasiado sentimental esa idea, pero José Martí demostró su viabilidad. Les habló directamente a los tabaqueros de la Florida, discutió sin dobleces y desde el respeto con los líderes de las anteriores contiendas, convenció con el argumento y el ejemplo. Al final, logró aunar bajo la dirección del Partido Revolucionario Cubano el torrente de las fuerzas independentistas. Años antes, parecía utopía por la disimilitud de intereses y puntos de vista.
La desunión y el caudillismo pasaron factura en las primeras guerras. Pero no todos tenían noción de sus efectos. Martí emprendió una labor paciente y bien calculada de concientización, que pudo parecer arriesgada ante la urgencia del momento. Él sabía que el riesgo mayor era la prisa: la Guerra Chiquita —que él mismo, pese a sus reservas, llegó a apoyar ante la inminencia— había dejado sus lecciones.
En tiempos de exaltación romántica de la valentía y el arrojo, José Martí también comprendió el valor de la responsabilidad. Honró un liderazgo desde la ética. Y dejó testimonio —en discursos, cartas y artículos que afortunadamente fueron preservados— de su credo político.
Más de un siglo después, ese ideario mantiene absoluta vigencia. Pero se corre el riesgo de intentar aplicarlo «literalmente», ignorando el impacto del contexto y la singularidad de la época. Hay quien cree que con un prontuario de frases más o menos articulado («Martí escribió de todo») se les puede dar respuesta a todas las problemáticas de la contemporaneidad.
El desafío es aprehender las esencias y asumirlas a partir de su utilidad. Pensar con Martí, encontrar su lógica.
Por eso el estudio de la obra martiana no puede ser superficial o fragmentado. El genio del Apóstol le garantizó adelantarse a su tiempo. No es nada sobrenatural, es capacidad de observación y análisis. Es lo que Martí, a estas alturas, les exige a sus lectores, mucho más a sus seguidores.
El elogio vacío, la frase hecha, el lugar común, no construyen Patria. Urge asumir con creatividad el legado martiano: que sea cimiento, más que aureola.
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