ARCHIVOS PARLANCHINES: Chofer… ¡me quedo!
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En los años 80 y 90 un conocido humorista preparó un monólogo sobre nuestras guaguas, a las que denominó «monstruos rodantes». Nunca me gustó. Los ómnibus urbanos no deben ser motivo de bromas, hechos jocosos y divertimentos. En realidad, pasan de manera irregular, vienen llenos, no son limpios, emiten ruidos y, en general, están lejos aún de ser un medio de transporte cómodo y eficaz, a pesar de las frecuentes inversiones que ha hecho el Estado en ese sector en los últimos lustros. De todas formas, nadie puede negar que nos llevan para el trabajo, la escuela y el hospital, bien de mañana, y en la tarde nos retornan a nuestros hogares a costa de lo que sea y nos salvan de los careros almendrones.
Las guaguas nunca han dejado de ser un manjar para los autores de costumbres, quienes siguen descubriendo tipos populares casi a diario en los autobuses, sobre todo en aquellos donde los molotes y las peleas están garantizados.
En principio, hay que hablar de los llamados «velocistas», los que, al sospechar las intenciones del cuatro-ruedas de detenerse fuera de la parada, empiezan una carrera desenfrenada que termina domando a la fiera. Una vez adentro, estos corredores de distancias cortas se abren paso por el pasillo con codazos y empujones, listos para acercarse a la puerta, bajarse y seguir rompiendo récords, porque casi siempre hacen trasbordos.
Y a propósito, alrededor de las puertas nace una segunda figura: los «porteros», quienes se atrincheran allí con los dientes apretados. No vale que los pisen, los empujen, les halen las camisas y les pasen literalmente por encima; ellos, de forma estoica, resisten todos los ataques con tal de ser los primeros en poder descender tras emitir un alarido o un silbido cabalístico. No obstante, conozco a algunos muchachos que se detienen allí por pura gimnasia: les encanta subir y bajar del autobús en las paradas más bullangueras y ser los verdaderos protagonistas del show.
En la parte de atrás de las guaguas, a cualquier hora del día, podemos conocer a los «locuaces» que, acompañados por sus amigos, van revelando, a plena voz, las intimidades de sus hogares con tremenda lengua suelta. Y si son damas, peor: «Mi hijo tiene una novia que a mí no me acaba de gustar…», «figúrate, mi marido ya no trabaja…», «no, mi amiga, ya no me vuelvo a casar; hombres sí, pero no en la casa». No les importa que los transeúntes más comedidos se pongan rojos de pena ante tamaña verborrea, lo de ellos es honrar el gentilicio: ¡los cubanos hablan gritando, manotean, y dicen cosas fuera de lugar con más frecuencia de la debida!
En las guaguas podemos conocer a muchos personajes simpáticos…
Bueno, ¿y qué me dicen de los «melómanos»? Estos, casi siempre jóvenes, invaden los ómnibus los sábados en la noche con bocinas portátiles capaces de romperles el tímpano a los más orejudos… ¡Y qué música! Van del rock duro al reguetón y acompañan los compases musicales con gritos, palabrotas, salticos y traguitos del ron más barato. ¡Los ciudadanos más pacíficos les tienen pánico!
En materia de circulación, hay en los autobuses dos figuras bien conocidas: los «despiertos», que desde mucho tiempo antes empiezan a pedir permiso para acercarse a los accesos de salida, y los «dormidos», que abren los ojos cuando ya están en su lugar de bajada y empiezan a dar gritos estertóreos y a empujar a malanga para huir de la «prisión». Próximos a estos, están los «hombres piedras», quienes contraen sus anatomías y ponen caras de leones cuando alguien trata de pasar por detrás de ellos o se aproxima más de lo necesario.
Un periodista escribió no hace mucho que sobre las guaguas se ha hecho ya un retrato para la posteridad: el encontronazo, la apretadera, el calor, el sudor, el grajo, la claustrofobia, la tembladera sobre el asfalto por los baches, los choferes mal educados, la música más escandalosa y arrabalera, el olvido de las fórmulas de la más elemental cortesía.
Sin embargo, aún veo a personas entregarles sus asientos a los viejos, embarazadas, mujeres con niños e impedidos físicos, y también veo a ciudadanos que no tienen miedo de pronunciar palabras o frases poco usuales en nuestra sociedad como «permiso», «gracias», «un saludo», «¡buen día!». ¿Será que algún día los autobuses van a dejar de ser esos «monstruos rodantes» de que hablaba el cómico para empezar a competir con los trencitos de la felicidad? Al menos, hay esperanzas…
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