DE LA VIDA COTIDIANA: Calidad, ¡palabra divina!

DE LA VIDA COTIDIANA: Calidad, ¡palabra divina!
Fecha de publicación: 
1 Abril 2019
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En los últimos tiempos los medios de comunicación —con bastante frecuencia— reflejan la inauguración de entidades y centros para el disfrute del pueblo. Eso sucede en todas las provincias del país y también en La Habana, que se alista para cumplir en noviembre próximo su aniversario 500.

Una vez terminadas las obras, todo queda reluciente, nuevo, y a los actos de inauguración (donde casi siempre se corta una cinta, como es costumbre) asisten las autoridades del territorio.

Al principio todo marcha bien, de forma correcta. Si se trata de una heladería, las bolas se sirven con el tamaño adecuado; si es un restaurante, la comida llega a la mesa caliente; si es un bar, la bebida se prepara con los ingredientes necesarios.

Sin embargo, al paso de los días, todo empieza a deteriorarse. Los propios empleados no velan (ni exigen por su cuidado) el mobiliario, ni los bienes que el Estado ha puesto a disposición del centro para brindar un servicio de calidad.

Seguramente usted ha escuchado esta frase: «Inauguraron cierto lugar, hay que ir rápido porque ahora todo marcha bien, pero dentro de unos días…».

Desgraciadamente, tal afirmación es cierta. Da vergüenza asistir en un principio y, al cabo del tiempo, regresar y comprobar el descuido que impera en un sitio donde se han invertido cuantiosos recursos.

Eso es desde el punto de vista físico; ahora detengámonos en la calidad del servicio. Cambia la infraestructura del local (cualquiera que sea) y es probable que se entreguen nuevos medios. Por ejemplo, en el caso de un restaurante, pueden ser vasos, cubiertos, manteles. Sin embargo, ¿qué ocurre con quienes allí laboran? ¿Recibieron alguna superación o entrenamiento? ¿Se corresponde el actuar cotidiano con los recursos invertidos para mejorar la imagen del establecimiento?

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La capacitación y superación son importantes en los dos sectores: estatal y no estatal.

Sé que las anécdotas en estos casos abundan, que cada quien tiene la suya, mas hoy les traigo una reciente, ocurrida el domingo 24 de marzo (sobre las cinco de la tarde, para ser más precisos), nada más y nada menos que en El Cochinito, restaurante emblemático de la capital, ubicado en plena calle 23.

La persona que me narró la historia —por supuesto, molesta por lo acontecido— señaló que una y otra vez precisaba de la dependienta, quien, con el celular en la mano, le señalaba que se esperara, sin tener en cuenta que en ese momento lo más importante para ella debía ser el cliente. La fotografía que acompaña este trabajo fue captada en ese momento con un celular.

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El Cochinito, domingo 24 de marzo. Historia real.

Hoy en día esa conducta es frecuente, y es solo un aspecto que incide en la calidad del servicio, al margen de lo ofertado.  

La gente, el pueblo, los trabajadores, los que viven de un salario, desean salir un día y pasarla bien con la familia. No obstante, el paseo se convierte en un mar de lamentos, y da pie para comentarios de este tipo.

Hay quienes me han confesado que «en los restaurantes y cafeterías del Estado no compro ni una croqueta». Y por mucho que he tratado de persuadirlos, al final no encuentro una respuesta convincente para que entiendan que la culpa no es del Gobierno, sino de las administraciones que dirigen esas entidades.

Los administradores son los máximos responsables de la disciplina en los centros de trabajo, y entre sus obligaciones está la de velar por el comportamiento adecuado de los subordinados. En el caso de las entidades gastronómicas, también deben responder por la calidad de las ofertas.

Es verídico que los restaurantes y cafeterías operados por cuentapropistas están sustentados —la mayor parte de las veces— por elevados capitales, pero también hay que decir que allí  «muy poco se les escapa a los dueños», según el vocabulario popular.

Muchas veces asombra el confort de esos espacios, donde las mesas están bonitas, limpias y adornadas; los alimentos se sirven con la temperatura requerida, y quienes le dan la cara al cliente lo hacen sonrientes, con buen trato y presencia. Aclaro, toda regla tiene su excepción.

Ahora bien, ¿por qué un centro estatal del sector del comercio y la gastronomía —habrá quienes lo logren— no puede garantizar la calidad integral del servicio, donde prevalezca la limpieza, el buen trato y todo marche según lo estipulan las normas? Dicho sea de paso, todo está normado.

Hace unos meses escribí en estas páginas sobre el restaurante Montecatini, también ubicado en el Vedado. Habría que dar una vueltecita por este lugar para comprobar si los líquidos aparecieron, y si la comida italiana que allí normalmente se oferta puede acompañarse de un refresco o una fría cerveza.

Sigo diciendo que el Estado no puede cargar con todas las culpas. Y en cuanto a lo de restaurantes de lujo, habrá que en algún momento cambiar la terminología.

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