José Martí: unidad con límites

José Martí: unidad con límites
Fecha de publicación: 
29 Enero 2019
0
Imagen principal: 

Entre los mayores logros —hechos, virtudes, lecciones— que han identificado por antonomasia a José Martí en la historia y en la vida de la nación cubana se encuentra, o sobresale, el haber conseguido en las filas del movimiento patriótico una unidad sin precedentes en su tiempo. Ello ha servido y continuará sirviendo de acicate y brújula en las luchas revolucionarias del país, y también ha dado pie a valoraciones que pudieran calificarse de imprecisas, cuando no de gravemente equivocadas, o torcidas.

Una muestra, no la única, de estas últimas ha sido el uso, por demagogos y oportunistas —unos y otros con frecuencia los mismos—, de la vocación unitaria del héroe. Politiqueros de toda índole usaron durante la República neocolonial el reclamo de unión “con todos, y para el bien de todos”, como argucia para atraer a su redaño el mayor número posible de fuerzas utilizables en sus fines. De otro lado —no medularmente separable de aquel—, se ha intentado desautorizar a Martí acusándolo de haber pretendido alcanzar “totalidades imposibles” para su labor revolucionaria.

Ninguno de los afanes espurios, ni de los que cupiera considerar bien intencionados, pero igualmente fallidos, se sostiene en pie si apenas se lee someramente el texto al que de modo más explícito se acude para calzarlos: el discurso que pronunció Martí en el Liceo Cubano de Tampa, el 26 de noviembre de 1891, y a cuyo lema final —“Con todos, y para el bien de todos”— han echado mano los promotores de tales maniobras. Es ingenuo o tendencioso soslayar que el conjunto del discurso, pronunciado ante un auditorio decisivamente patriótico y presto a abrazar el liderazgo revolucionario del orador, aboga por la unidad al tiempo que enumera fuerzas de cuyo apoyo el movimiento patriótico no podría disponer, o contra las cuales tendría incluso que luchar, porque, de distintas maneras, se alineaban con el enemigo o le hacían el juego.

Metáforas y mensajes en sentido recto denuncian —mentís tras mentís— a quienes obstaculizaban la guerra en preparación, o se le oponían. Martí identificó, entre ellos, a quienes le temían a la contienda porque rechazaban a las masas populares, con particular saña a la población negra o mestiza, que venían perfilándose como centrales en la brega independentista, de la cual desertaban en bloque —léase: salvo excepciones— los poseedores de riquezas. Señalar a representantes de tales tendencias le costó a Martí, y él no la evadió, la confrontación que sostuvo, no con Ramón Roa, quien al menos en público guardó silencio, sino con equivocados defensores del autor de A pie y descalzo, libro que Martí impugnó en aquel discurso.

En el debate al que ello condujo no abundarán los presentes apuntes, cuyo autor lo trató en “A pie, y llegaremos. Sobre la polémica Martí-(Roa)-Collazo”, pero recordarán las andanadas —abarcadoras por simbólicas— que Martí lanzó contra “olimpos de pisapapel”, “lindoros” y “alzacolas”. Tales términos remiten a la campaña de pensamiento que había venido librando, y en la cual proseguiría, contra autonomistas, anexionistas —alabarderos del naciente imperialismo yanqui, denunciado y combatido por él tempranamente—, y aquellos a quienes llamó “lamerricos”.

Ni esas expresiones ni otras de similar sesgo fueron elementos aislados en la obra de Martí, sino puntos de una parábola incesante y firme que se aprecia trazada con claridad entre El Diablo Cojuelo, de enero de 1869 —él estaba por cumplir dieciséis años, hace ahora ciento cincuenta—, y su carta trunca a Manuel Mercado, fechada 18 de mayo de 1895, el día antes de su muerte en combate.

La página juvenil marcó su raigal distanciamiento “de esos que llaman sensatos patricios, y que solo tienen de sensatos lo que tienen de fría el alma”, quienes reúnen en sus casas “a ciertos personajes de aquellos que han fijado un ojo en Yara y otro en Madrid”. ¿Cómo no vincular ese texto con la carta aludida, en la que veintiséis años después refuta —como fuerza hostil o contraria que actúa resueltamente contra el movimiento— a la casta que está “contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y negros”?

Más que suficientes son las evidencias no solo de que Martí era consciente de que en el movimiento revolucionario patriótico, popular y antimperialista que él encabezaba era inviable una unidad ilimitada o amorfa, “sin riberas”, para decirlo parafraseando el título del conocido ensayo de un autor francés sobre el realismo. Hay, además, razones para afirmar que no la deseaba, porque habría supuesto renunciar a propósitos fundamentales. No es que quisiera enajenarse fuerzas, sino que sabía cuáles le eran ajenas o contrarias a su programa de emancipación nacional.

Pero nada de eso ha impedido que algunas voces citen a Martí para reclamar la inclusión en el proyecto de la nación cubana —el que, con su evolución y sus ajustes, llega a nuestros días, y continuará—, y que se les reconozcan derechos ilimitados, a ideas y facciones diametralmente opuestas a él. Ha habido quien ha descontextualizado la expresión de afecto personal que Martí, en su generosa capacidad de agradecer, estampó con respecto a José Ignacio Rodríguez. Este era funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos cuando él braceaba intensamente para denunciar, y contribuir a que fracasaran, los designios de los conocidos foros internacionales que aquel país organizó en Washington entre 1889-1890, y 1891: el que devino primera conferencia panamericana, y la Comisión Monetaria Internacional que sesionó como desprendimiento de aquel.

En carta del 17 de octubre de 1889 Martí le escribió a Gonzalo de Quesada Aróstegui acerca de Rodríguez: “Muy bien me parece […] que esté en amistad con un hombre a quien quiero tanto como José Ignacio Rodríguez. En pocas personas hay una unión tan feliz del juicio claro y la hermosura del alma. Es un modelo de entendimiento perspicaz y lúcido. Tiene en los yanquis más fe que yo; pero ¿por esto lo he de querer menos? Dígame si lo ha hallado bien de salud, y si lo ve frecuentemente”.

A Rodríguez, veintidós años mayor que él, lo recordaba de la escuela de la Escuela San Pablo, fundada por Rafael María de Mendive, y agradecía sus enseñanzas —y que lo sacara a pasear cuando era niño: de eso también dio testimonio—, y reconocía su inteligencia, pero no acríticamente. Además de esa carta, de la cual se infiere que habla de Rodríguez como de alguien con quien no tiene un vínculo cercano, debe leerse lo que escribió en una de sus crónicas sobre el primero de aquellos foros, la fechada el 18 de abril de 1890. Dice allí que el peruano Félix Zegarra, “un poco nervioso”, presidía una sesión del foro, y añade: “De un lado tiene al cubano José Ignacio Rodríguez, experto en ambas lenguas, en el arte de despuntar con la traducción hábil las arengas hostiles, y en desenvolver los casos más intrincados del derecho”. No es una impugnación, pero sí una manera curiosa, o singular y caladora, de valorar la habilidad del personaje.

Se sabe cómo denunció Martí la urdimbre imperialista de aquella reunión, y cómo aplaudió, en actitud de siembra, la actitud de representantes de países de nuestra América, como el argentino Roque Sáenz Peña, que contribuyeron a que no se consumara la falaz estrategia del gobierno anfitrión. El lema de este, “América para los americanos”, podía recibirse como la taimada traducción al español de la convocatoria en inglés “America for the Americans”, o sea: “América para los estadounidenses”. También se sabe cuánto contribuyó el revolucionario cubano a que fracasara el plan de los Estados Unidos de conseguir que el segundo de aquellos foros sirviera para implantar en las Américas algo que la potencia en desarrollo no consiguió entonces, pero sí después, y no solo en el ámbito americano: el avasallador predominio del dólar.

De aquel espíritu, o realidad imperialista, que ha seguido creciendo, viene el “America first” echado a rodar por el patán Donald —sí, Trump—, y que a menudo hasta la prensa revolucionaria, incluso la cubana, traduce como “América primero”, cuando realmente significa “Primero los Estados Unidos”. No es fortuito que la actual administración de ese país —más desfachatada que su predecesora, la cual no fue menos malvada—, haya reverdecido a las claras de lo oscuro la Doctrina Monroe.

Volvamos a José Ignacio Rodríguez. Este, que emigró a los Estados Unidos poco después del 10 de octubre de 1868, y se hizo ciudadano estadounidense —allí murió en 1907—, en páginas posteriores a la muerte de Martí lo calificaría de loco, y le recriminaría que, a su juicio, odiara a los ricos y simpatizara demasiado con los pobres. Hasta lo llamó socialista, exageración que no es gratuita. Pero, en general, la diferencia en cuanto a capacidad de enjuiciar habla bien de Martí, no de quien lo repudia.

Además, o sobre todo, en el José Martí que, con respecto a quienes lo herían en lo más íntimo y personal, escribió “Y para el cruel que me arranca/ El corazón con que vivo,/ Cardo ni oruga cultivo:/ Cultivo la rosa blanca”, la generosidad nada tenía que ver con la ingenuidad o bobería de quienes pasan de ser sanos a ser sanotes, y hasta sanacos. También en lo personal fue recio y, sobre todo, tratándose de los intereses colectivos, los de la patria —fuese la inmediata o la más vasta, cubierta por la humanidad—, su actitud era de enérgica firmeza.

Sabía que, en general, los seres humanos “se dividen en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen”, y en el afán revolucionario planteaba deslindes que pueden calificarse hasta de violentos, como el que se lee en su artículo “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución y el deber de Cuba en América”: “¡Los flojos, respeten; los grandes, adelante! Esta es tarea de grandes”.

Aludía directamente a una lucha de profunda significación antimperialista, y en ella no sería menos radical que al hacer en el número de Patria del 8 de septiembre de 1894 su elogio póstumo del periodista ecuatoriano Federico Proaño, en quien apreció una verticalidad que él mismo lleva en sí, lo cual resulta particularmente relevante si se considera que daba pasos decisivos hacia la guerra necesaria: “Cuando se va a un oficio útil, como el de poner a los hombres amistosos en el goce de la tierra trabajada,—y de su idea libre, que ahorra sangre al mundo,—si sale un leño al camino, y no deja pasar, se echa el leño a un lado, o se le abre en dos, y se pasa: y así se entra, por sobre el hombre roto en dos, si el hombre es quien nos sale al camino. El hombre no tiene derecho a oponerse al bien del hombre”.

Desde lo más personal e íntimo, concediéndole a Rodríguez la posibilidad de que realmente amase a Cuba y sobre la base de ese amor asumiera con sinceridad las ideas anexionistas —posibilidad que la historia, la vida, cancelaría sobre todo después de los sucesos de 1898, y los que vendrían luego a nivel mundial—, escribió Martí lo ya citado del 17 de octubre de 1889. Pero libraba una campaña constante contra el anexionismo, porque atendía primordialmente los intereses y los peligros de la patria, y aquellas palabras —aún más que con las del 18 de abril de 1890, también citadas ya— deben compararse con las que pocas semanas después, el 12 de noviembre del propio 1889, y asimismo en carta a Quesada Aróstegui, expresó acerca de Manuel Moreno, a quien, como cubano anexionista que era, se relacionaba con los Estados Unidos y vale vincular con Rodríguez.

Aunque urgido de lograr la unidad patriótica, y de reunir todas las fuerzas posibles para derrotar al Ejército español, dejó bien clara su decisión de no aceptar las que no fueran dignas de ser recibidas. Rechazando falaces estratagemas de los Estados Unidos, sostuvo: “Cambiar de dueño, no es ser libre. Yo quiero de veras la independencia de mi patria; pero no creo que esos planes de garantía, con Morenos por raíz, ayudan a la independencia, a no ser como medio para beneficiar con ella a los que no tienen interés en verla lograda, sino en impedirla”.

Martí era un político sagaz, pero no de los que se consumen en la hipocresía. Sabía que su temprano antimperialismo podía no ser comprendido ni aceptado por algunos, o por muchos, pero no renunciaba a él, ni lo escondía. En la carta póstuma a Mercado afirma que “hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”. Alude así a su convicción de que ya el principal enemigo contra el que urgía luchar no era la Corona española, sino el naciente imperialismo estadounidense, y también sostiene: “En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente”; pero no disimulaba su pensamiento y su conducta antimperialistas, que eran públicos y notorios. Al validar aquellas precauciones tiene en mente que la guerra que había preparado, y en la cual hallaba gozosamente su deber de estar cada día en peligro de morir por la patria, se libraba ya, sobre todo, contra las maquinaciones y las fuerzas de los Estados Unidos. Eso no era precisamente un secreto. No lo era, por lo pronto, para los agentes de inteligencia de dicha nación, que con sus actos injerencistas de 1898 confirmó la clarividencia de Martí.

Podrá alguien preguntarse si estas cuartillas intentan hacer algún descubrimiento, y el autor no vacilaría en afirmar que no es eso lo que busca, sino atisbar en el legado martiano luces que valen hoy como señales para la acción y el pensamiento revolucionarios. La correlación de fuerzas y las modas —no ajenas estas a dicha correlación, realidad dinámica, no estática, aun cuando las fuerzas dominantes sean o parezcan ser las mismas— influyen con peso no solo en qué se cita, sino en el modo como se escogen los textos citados y en la perspectiva con que se acude a ellos.

La culminación ostensible, sobre todo en el plano organizativo, de la voluntad unitaria de Martí se manifestó con especial intensidad en el Partido Revolucionario Cubano. La percepción que se ha tenido con respecto a ese cuerpo político incluyó en determinado momento considerarlo “un partido de nuevo tipo”, aunque habría sido más atinado ver en él “un nuevo tipo de partido”. La primera de esas expresiones se acuñó para definir a un partido cuya constitución clasista, centralmente obrera, no podía ser la misma de un frente nacional orientado a independizar de su metrópoli a una colonia como la Cuba de entonces.

En la ilusión de las comparaciones —inevitables y a menudo útiles, pero también desorientadoras— se llegó a decir que Martí había anticipado el unipartidismo de hoy, cuando la suya fue una realidad distinta. En ella procuró y consiguió unir en un solo partido a las filas patrióticas más consecuentes y radicales, puesto que en la sociedad cubana había otros partidos, de posiciones contrarias a la independencia justiciera.

Hoy las maneras con que se puede tratar de menguar el filo del pensamiento de Martí pueden ser múltiples, y no pocas de ellas coincidirán con el propósito de subvalorar la vigencia de su antimperialismo y su antianexionismo. Quien a la razón moral que él representó prefiera la razón instrumental propia del positivismo, que tanto nutrió posiciones proimperialistas —aunque fuera indirectamente, como al explicar, o justificar, el imperialismo a la luz de la sociología, tarea que acometió Enrique José Varona en 1905—, estará dispuesto a recriminarle a Martí, como si fuera un defecto, la radicalidad de su pensamiento y de sus actos.

A veces las arremetidas contra él han sido groseras, en términos que el autor de estos apuntes no citará, porque sería hacerles un inmerecido favor a quienes las protagonizan, petimetres que acaso no puedan sentir por Martí más que un odio o una envidia que los retratan. Otras han sido o han intentado ser más o menos taimadas, edulcoradas con malabarismos verbales. Hechos de distintos modos, cabe oír o leer reclamos de que la política cubana dé cabida incluso a los enemigos vernáculos de la nación prestos a servir a un amo, yanqui —o español, si aún tal opción terciara—, que les mantenga la condición de prohombres desdeñosos de la masa pujante, o la aspiración de serlo.

Por muy burdo que sea, habrá quienes aspiren a encontrar caminos expeditos para la prédica anexionista, o para un autonomismo que hoy más que nunca se identificaría con el anexionismo, como claramente vio Martí en sus circunstancias. Afloran coqueteos con tendencias contrarrevolucionarias. El entusiasmo con que algunos, aun sin ser ricos, ven la posibilidad, o hecho inevitable, de que en Cuba proliferen los millonarios que ya existen —con quienes las diferencias económicas y sociales se multiplican y arrecian, y trotan al pelo sobre el lomo de la propiedad material, no de otras consideraciones—, ¿debe tomarse como una simple sugerencia inocente? Tal entusiasmo ha echado mano al hecho de que Martí, en su campaña revolucionaria, tuvo el apoyo de millonarios. Así se soslayan hechos contundentes, uno de los cuales radica en que después de 1868 los millonarios, en bloque —reitérese: salvo excepciones—, dejaron de aportar integrantes y pábulo a las filas revolucionarias.

Otro se halla en que el mismo dirigente independentista que recibió y alabó las contribuciones de patriotas ricos, no vaciló en proclamar, públicamente, que en los más humildes se hallaba “el arca de nuestra alianza”, y plasmó su voluntad de echar su suerte “con los pobres de la tierra”. Así se lee en un poema de Versos sencillos, que daría título a un artículo del periódico Patria del 24 de octubre de 1894, “Los pobres de la tierra”, donde expresó: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.

El Martí que cultivó la unidad patriótica se halla también de manera particularmente explícita en su discurso titulado “Los pinos nuevos”, que pronunció en el mismo escenario de “Con todos, y para el bien de todos”, y al día siguiente de este. Lecturas desorientadas, comparables —por contraste— con las que se han hecho de este último, han visto en aquel un excluyente deslinde generacional.

Pero, bien leído, se aprecia que la imagen pinos nuevos está lejos de apuntar mecánicamente a edades. Cuando, aludiendo al paisaje que ha visto en su recorrido hacia Tampa, Martí menciona “los racimos gozosos de los pinos nuevos” que emergen por entre una vegetación mustia, por entre cañas “ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros”, enaltece metafóricamente el significado del movimiento revolucionario cubano que entonces crece y se sobrepone a fracasos o reveses sufridos desde el Pacto del Zanjón. Por ello exclama: “¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”

El enaltecimiento no atribuye los brotes de la continuidad redentora a una generación particular, sino a todas las personas “de buena voluntad” —se cita aquí el primer artículo de las Bases del Partido Revolucionario Cubano, redactadas por Martí y aprobadas en el siguiente mes de enero— que abrazan el proyecto insurreccional que se prepara. En esos pinos nuevos se incluyen, entre otros, José Francisco Lamadrid —o Lamadriz, como se lee en algunos sitios—, quien había nacido en 1814 (tenía a la sazón, pues, setenta y siete años), estaba en el auditorio que presenció el discurso martiano, legó su firma al acta fundacional del Partido y murió en Cayo Hueso en febrero de 1892; Máximo Gómez y Antonio Maceo, nacidos en 1836 y 1845, respectivamente; el propio Martí, que estaba próximo a cumplir treinta y nueve años; y, naturalmente, personas más jóvenes, como el muchacho que, ya anciano, desde su propia experiencia recordaría que quien oía hablar a Martí quedaba dispuesto a dar la vida por él.

Todas las personas mencionadas o aludidas representaban un conjunto numeroso de compatriotas que merecían considerarse pinos nuevos, independientemente de sus años, porque abrazaban el nuevo plan emancipador. En una empresa de semejante índole, no podía Martí idealizar el significado de la edad, sino reconocer el valor de la actitud: se trataba de ser consecuentemente revolucionario. En su niñez vio cómo el alumnado del cual formaba parte se escindía en “bijiritas”, defensores de la independencia, y “gorriones”, partidarios del colonialismo. Ya adolescente, escribió contra un condiscípulo apátrida, coetáneo suyo, la carta que dio pie al proceso en que se le condenó mucho más severamente que a los demás encartados.

Tal experiencia continuó, y ya en su madurez recibió Martí en Nueva York la visita de un escritor —formado como cubano, aunque nacido en Santo Domingo— que, dos años menor que él, quiso convencerlo, vale suponer que honradamente, de que no se sacrificara en la organización de una campaña patriótica para liberar a una colonia donde él, Nicolás Heredia, no veía “atmósfera de revolución”. El líder independentista respondió que tal visión los diferenciaba, porque él, Martí, no miraba la atmósfera, sino el subsuelo. No cabe creer que, con pinos nuevos, Martí quisiera acuñar una expresión para designar una parcela generacional, ni siquiera aquella a la que él pertenecía.

En general, ¿cómo podría ignorar que, aunque el patriotismo consecuente fuese una causa reconocida en su plena dignidad, también deslindaba y desunía? Para los patriotas cubanos puede ser tentador, estimulante, centrarse en las señales dadas por el abrazo a la lucha independentista; pero ese abrazo era necesario, precisamente, para enfrentar a las fuerzas contrarias —y poderosas— que se le oponían. Cuando merma el brillo externo de una causa justa, aunque se trate del patriotismo como expresión de lo justo que merece defensa, y asociado a lo meritorio desde el punto de vista ético, para una mirada más o menos numerosa puede crecer el “prestigio” de las fuerzas contrarias a esa causa.

Considerando semejante realidad, no habrá que sorprenderse, aunque cause irritación, que haya quienes pasen de defender la propiedad social como la fundamental en el país, a enardecerse reclamando privatizaciones. Pero, por cierto, el imperio que en todas partes aboga por el debilitamiento de los estados nacionales, mantiene la fuerza del suyo, y vela por ella. Igualmente, mientras reclama que otros estados no intervengan de ningún modo en los procesos culturales de sus territorios, él no solamente controla su cultura, sino que invierte grandes recursos en dominar las de todos los demás pueblos.

Curiosamente, hay quienes se empeñan en devaluar el lenguaje revolucionario como si estuviera agotado, y promueven la fraseología opuesta a él, aunque en realidad sea viejísima. Algunos que antes defendían apasionadamente la Revolución, o parecían hacerlo, hoy se esmeran en mostrarse neutrales o se concentran —con declaraciones mimadas y difundidas por medios imperiales— en pedir que el estado de la Cuba amenazada, agredida, bloqueada, se prive de participar en el apoyo a la nueva Constitución. Proponen incluso que, lejos de eso, amplifique la voz de quienes la impugnan, no para mejorarla —lo que ha hecho el pueblo—, sino para impedir que la nación cubana tenga una legislación que la mejore y la fortalezca, y la ayude a salvarse del imperialismo, afanado en someterla, y de los anexionistas que lo apoyan.

En general, las posiciones políticas, reales o imaginadas, marcan divisiones, luchas, enfrentamientos, porque —ley que ningún parcialismo y ninguna invidencia podrán echar abajo, sino, a lo sumo, tratar de ocultarla— la rige la unidad y lucha de contrarios, en proporciones que varían de acuerdo con las circunstancias. En tiempos de repliegues de las izquierdas y reflujos ofensivos de las derechas, puede ocurrir que de manera señalada los ideales de la construcción socialista, no digamos ya los del comunismo, pasen a ser mal vistos, o a considerarse inoportunos, hasta para personas y proyectos de buenas intenciones revolucionarias. Está claro que el desiderátum comunista divide: claramente lo hace al poner, de un lado, a quienes lo asumen y defienden y, del otro, a quienes lo combaten o simplemente lo consideran postergable, inoportuno, y —huelga decirlo— de mal gusto, porque le falta, es verdad, cierto “discreto encanto”.

Cuando aún el socialismo no se ha construido plenamente en parte alguna de este mundo —del otro nada concreto sabemos, en caso de que realmente exista, pero debe lucharse por lograr, en la propia faz de la tierra, uno más justo que el de hoy—, parece todavía más fácil que hasta con buenas intenciones se estime que vale la pena dejar de mencionar el comunismo. Pero ¿es el socialismo —el de verdad, no el falso de la socialdemocracia—, una estación terminal, o un camino de búsqueda hacia la consumación comunista? Otra cosa es la nada descartable posibilidad de que el mundo se destruya antes de lograr un avance más significativo en ese andar.

Entre los mayores logros del proceso de consulta popular —de veras democrático—, desarrollado en torno al proyecto de nueva Constitución para la República de Cuba, destaca el relacionado con la mención del comunismo en ella. El haber estimado que cabía posponer esa referencia en la Constitución concebida para orientar a una sociedad que reconoce como fuerza rectora al Partido Comunista y, en consecuencia, sigue abrazando los principios del marxismo y el leninismo, parece que llegó a propiciar que se considerase una muestra de disciplina revolucionaria acatar tal posposición. Para agilizar el presente texto el autor se privará de comentar algunas evidencias de esa realidad que resultaban, cuando menos, absurdas. Y puede obviarlas, sobre todo, con la satisfacción de haber visto cómo el pueblo reclamó, y logró, que la omisión se revirtiera y los ideales comunistas recobrasen la debida y honrosa mención constitucional.

Lo sucedido hace recordar lo expuesto por nadie menos que Ernesto Che Guevara y nada menos que en su carta-ensayo El socialismo y el hombre en Cuba. Refiriéndose también a nadie menos que a Fidel Castro y su papel al frente de la vanguardia cubana, el Guerrillero Heroico definió lúcidamente la relación entre la masa y quienes la dirigen, su vanguardia. Su criterio al respecto puede resumirse diciendo que consideraba que la masa no es un ente amorfo, arrastrable o empujable, sino una fuerza que dialoga, interactúa con sus líderes y, llegado el momento, influye de manera decisiva sobre ellos. Puede incluso impulsarlos, servirles de acicate.

Eso reverdece, o ratifica, el concepto de pueblo que viene del Martí que, con su ejemplo, con su conducta, con su vida toda, demostró la sinceridad y el valor de las palabras o reclamo colectivo con que afirmó que “ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”; orientación que revalidó Fidel Castro en La historia me absolverá al plantear que ese programa de acción llamaba pueblo, si de lucha se trataba, a las masas necesitadas de justicia y dispuestas a luchar por ella o, cuando menos, a reclamarla. El propio Comandante en Jefe lo ratificó en vísperas de la proeza cubana en Playa Girón, al exclamar que en esta patria se estaba haciendo una revolución “de los humildes, con los humildes y para los humildes”, una revolución que ha costado sacrificios, y que —añádase— merece y debe seguir siendo defendida, para mantenerla viva.

No es casual que quienes desertan del proyecto revolucionario cubano renuncien al ideario de Martí y al de Fidel, o intenten falsearlos. Tampoco es fortuito que la Constitución que retoma explícitamente las banderas del comunismo —que para muchos será motivo de desunión, como el socialismo, el propio patriotismo y hasta la honradez, como todas las causas de este mundo—, y que viene de la obra y el pensamiento de Fidel, mantenga como brújula en su preámbulo el ideal expuesto por Martí en su citado discurso del 26 de noviembre de 1891: “Yo quiero que la ley primera de la República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.

Derecho hay para revalidar esa máxima y, si se quiere, repensarla colectivamente en términos de profunda lealtad a Martí mismo: Queremos y lucharemos para que la ley primera de la República sea o siga siendo el culto de los cubanos y las cubanas a la dignidad plena de los seres humanos. Más allá, o más acá, de circunstancias de época y tendencias políticas concretas, la lección esencial que dejó Martí para el futuro —el suyo y el nuestro— estriba en la necesidad de que, en el afán de perfeccionar el funcionamiento de la patria, los revolucionarios y las revolucionarias mantengan sobre sólidos fundamentos éticos una unión que no supone unanimidades imposibles. Debe ser, eso sí, el abrazo de convicciones y proyectos medulares para salvar la nación, y su obra transformadora, en medio de la agresividad que el imperialismo mantiene contra ella. No es cuestión de consignas, sino de realidades.

Añadir nuevo comentario

CAPTCHA
Esta pregunta es para comprobar si usted es un visitante humano y prevenir envíos de spam automatizado.
CAPTCHA de imagen
Introduzca los caracteres mostrados en la imagen.